La
señora Carmen abre la ventana y el lienzo se rebela: en primer plano, los
guijarros, caídos como una tromba de granizo contra el cristal, esparcidos por
el suelo. En segundo plano, unos muchachos a la carrera borrados por la estela
de polvo. Al fondo la montaña, dispuesta a ahogar en su garganta hasta el
último rayo de sol.
Es un
alivio comprobar que no se ha roto nada.
De vuelta a la cocina, agarra la botella de brandy con forma de mujer y
da un trago. La botella tiene vestido de volantes, de fondo rojo con topos
negros. Un campo de mariquitas. La mujer de cristal guarda un mar dorado y
tambaleante en su interior. Otro trago. Carmen concentra la mirada en el vaivén
del alcohol y cae medio mareada al suelo. Su cuerpo serpentea hasta alcanzar la
puerta e intenta ponerse en pie. Se calza unos zapatos y sale de la casa. Los
brazos en cruz le ayudan a mantener el equilibrio. Se recompone y alza la
cabeza. No quedan muchos metros hasta la taberna. Los muchachos ya no volverán.
Son jóvenes e inconscientes. Como lo fue el suyo. Pero esta vez no han roto el cristal, no han gritado. Ni siquiera han insultado. El juego cesará pronto. A finales de agosto.
La taberna, se le acerca como barco a puerto.
En el umbral, Benita la mira con preocupación. La toma del brazo y la mete
dentro.
Cada
vez estás más flaca, Carmen. Entra y come algo. Tengo boquerones. Ya los he visto
pasar como una exhalación, menudos cabrones. No son más que una panda de cobardes. Y mira que le
tengo dicho a Conchi que su hijo es el peor, que chincha a los demás y luego es
el primero en desaparecer. Ni caso, que son cosas de chiquillos. Valiente
sinvergüenza.
Carmen, que espanta la conversación con la
mano, se sienta a la mesa e intenta tragar un boquerón. Reprime una arcada
perfumada de alcohol. Tiene que dejar de beber, se dice, y al minuto pide un
brandy. Ni hablar, lo siento. Ya tienes bastante metido en el cuerpo. Come
algo, aunque sea un trozo de pan, anda. Asienta algo sólido en ese estómago o
caerás redonda, por Dios.
La
mujer suplica clemencia por parte de Benita, coge un mendrugo y se lo
mete en la boca. He oído a los muchachos que han vuelto a reponer “Verano azul”
¿es verdad, Beni? Si, ya te lo pongo. Pero si me comes el pan con una taza de
café con leche ¿qué me dices? Vale, ponme ese café.
Beni toma el mando y cambia de canal. Los
viejos que juegan al dominó aplauden la decisión, todos excepto dos forofos del Athetic que protestan, pero nadie les hace caso. Verano azul se rodó aquí ¿no sabían? Hasta hace poco tuvimos el barco de Chanquete
en la rotonda. Fueron buenos tiempos para el pueblo. Y para Carmen ¿verdad? El viejo calla tras el codazo que le asesta su compañero. Sin embargo, ella no se ha enterado; tiene la vista fija en la pantalla. Mira, Beni que guapo mi Pancho. Era el más
guapo. Y el más noble, Carmen. Eso lo sabemos todos.
Benita se sienta y escucha a su amiga. ¿Sabes,
Beni? Tengo una botella preciosa de una mujer con faralaes. Me la regaló
Panchito.
La tabernera
lava el rastro de lágrimas de la borracha y deja caer las suyas. Y cuando
termina el capítulo, tararean la canción que todos conocemos como un himno, la
que silbamos con la cara al viento, iluminada por el sol que muere a la tarde.
Montados en las bicicletas, dejando atrás la vida en la playa.
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