Sí, hijo de esclavo nací, siervo de la gleba de mi amada
Rusia. Y como tal fui criado. De mi padre aprendí a ser agradecido y bajar la
cabeza al paso del señor, tutor de nuestras vidas. Recuerdo el día en que la
curiosidad me hizo levantar la mirada. No se le escapó a mi padre. Parecía
esperar la oportunidad para castigarme. Es por tu bien, decía. La piel dura. Sí no, la desgracia se estampará en tu cara.
A la mañana siguiente, el camino a la escuela se me hizo
interminable. Los pies, helados, se hundían en el barro con las botas empapadas,
sin chanclos. A la vuelta ya noté los síntomas de la primera pulmonía de mi
vida. No me llevó al otro barrio gracias a los ruegos y sollozos de mi madre a
nuestro señor. No debemos perder brazos para el campo, afirmó e hizo llamar al médico
mientras mi madre se arrodillaba y
retorcía en reverencias.
La visita fue
providencial. No sé qué influyó más en aquel hombre, si mi fisonomía pusilánime
y frágil -agravada por la enfermedad- poco apta para tareas agrícolas o las
buenas migas que hice con su hijo. Abandoné la casa de mi madre. La pobre,
asombrada musitaba: ¡ungido por la gracia! y pasé a propiedad del médico. El
hombre habló con nuestro amo. Vista mi estampa todavía convaleciente, concluyó
que no perdía gran cosa y debía mucha salud a su médico.
De la noche a la mañana, me vi en una mansión con
cama propia al calor de los establos, para distracción y compañía de Misha, el
hijo del médico. Un chico simpático y alegre, con escaso interés para el
estudio. Le ayudaba todo lo que podía. Era mi salvoconducto. El doctor me lo
advirtió: Ayuda a mi hijo y ganarás la libertad. Soportaba las bromas con
entereza. La piel dura. Como decía padre. Los domingos cantábamos en el coro.
Privilegio vedado a siervos. Mi voz debía de ser del agrado del pope, al que ni
una sola vez olvidé dar las gracias y besar su mano. Ungido por la gracia. Como
decía madre.
No sólo me aplicaba en los estudios, sino en cualquier tarea
que me fuera encomendada. Un día mientras cargaba fardos de carbón en una
carretilla, mi amo se fijó en mí. Al día siguiente estaba trabajando de mozo en
una tienda que tenía arrendada. Yo me encargaba de los pedidos a domicilio. No
me faltaban propinas. Mi rostro aniñado y buenos modales me abrían las puertas.
A veces veía la mirada compasiva de alguna señora que murmuraba: ¡Qué destino
de esclavo, para el rostro de un zar! Otras me abrumaban con caricias y favores
que debía ocultar. La piel dura, ungido por la gracia. Así amansaba al león que
iba naciendo en mi interior.
Lo malo era que me resultaba
más duro ayudar a Misha. A veces me distraía o me quedaba dormido. Debía
evitarlo. Su fracaso era el mío. Y era reprendido con severidad. Esa severidad
despertaba al león. Una docena de azotes y privarme de mi ración de sopa y pan eran
los castigos habituales. El león rugía. Y yo rezaba: la piel dura, ungido por
la gracia. Me mantuve despierto. Mejoré los resultados del hijo de mí amo. La
Universidad se abría para él. Fui premiado con la libertad.
Si bien era libre, me debía a Misha. Por el día trabajaba en
la tienda, intentaba seguir estudiando por las noches, pero fue inútil. Vigilaba
la vida disoluta de mi compañero. Lo recogía en burdeles, aliviaba sus resacas,
aguantaba sus golpes. La piel dura. Un duelo de honor terminó con su vida.
El león se apacigua. Conseguí completar mis estudios universitarios. Ungido por
la gracia.
El león, callado observa. Sale de su guarida. No ruge, no
brama. Distingue a lo lejos al padre, a la madre. Están abrumados. Diría que
incluso avergonzados por la audacia y osadía del hijo que pasea su porte
aristocrático mientras la plebe retrocede. Y la madre murmura una revelación: La
piel dura. Zar entre los siervos porque te ven libre y siervo entre los zares,
porque te verán siempre esclavo.
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