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jueves, 9 de mayo de 2019

Primus inter pares


Sí, hijo de esclavo nací, siervo de la gleba de mi amada Rusia. Y como tal fui criado. De mi padre aprendí a ser agradecido y bajar la cabeza al paso del señor, tutor de nuestras vidas. Recuerdo el día en que la curiosidad me hizo levantar la mirada. No se le escapó a mi padre. Parecía esperar la oportunidad para castigarme. Es por tu bien, decía. La piel dura.  Sí no, la desgracia se estampará en tu cara.

A la mañana siguiente, el camino a la escuela se me hizo interminable. Los pies, helados, se hundían en el barro con las botas empapadas, sin chanclos. A la vuelta ya noté los síntomas de la primera pulmonía de mi vida. No me llevó al otro barrio gracias a los ruegos y sollozos de mi madre a nuestro señor. No debemos perder brazos para el campo, afirmó e hizo llamar al médico  mientras mi madre se arrodillaba y retorcía en reverencias.

 La visita fue providencial. No sé qué influyó más en aquel hombre, si mi fisonomía pusilánime y frágil -agravada por la enfermedad- poco apta para tareas agrícolas o las buenas migas que hice con su hijo. Abandoné la casa de mi madre. La pobre, asombrada musitaba: ¡ungido por la gracia! y pasé a propiedad del médico. El hombre habló con nuestro amo. Vista mi estampa todavía convaleciente, concluyó que no perdía gran cosa y debía mucha salud a su médico.

  De la noche a la mañana, me vi en una mansión con cama propia al calor de los establos, para distracción y compañía de Misha, el hijo del médico. Un chico simpático y alegre, con escaso interés para el estudio. Le ayudaba todo lo que podía. Era mi salvoconducto. El doctor me lo advirtió: Ayuda a mi hijo y ganarás la libertad. Soportaba las bromas con entereza. La piel dura. Como decía padre. Los domingos cantábamos en el coro. Privilegio vedado a siervos. Mi voz debía de ser del agrado del pope, al que ni una sola vez olvidé dar las gracias y besar su mano. Ungido por la gracia. Como decía madre.

No sólo me aplicaba en los estudios, sino en cualquier tarea que me fuera encomendada. Un día mientras cargaba fardos de carbón en una carretilla, mi amo se fijó en mí. Al día siguiente estaba trabajando de mozo en una tienda que tenía arrendada. Yo me encargaba de los pedidos a domicilio. No me faltaban propinas. Mi rostro aniñado y buenos modales me abrían las puertas. A veces veía la mirada compasiva de alguna señora que murmuraba: ¡Qué destino de esclavo, para el rostro de un zar! Otras me abrumaban con caricias y favores que debía ocultar. La piel dura, ungido por la gracia. Así amansaba al león que iba naciendo en mi interior.

 Lo malo era que me resultaba más duro ayudar a Misha. A veces me distraía o me quedaba dormido. Debía evitarlo. Su fracaso era el mío. Y era reprendido con severidad. Esa severidad despertaba al león. Una docena de azotes y privarme de mi ración de sopa y pan eran los castigos habituales. El león rugía. Y yo rezaba: la piel dura, ungido por la gracia. Me mantuve despierto. Mejoré los resultados del hijo de mí amo. La Universidad se abría para él. Fui premiado con la libertad.

Si bien era libre, me debía a Misha. Por el día trabajaba en la tienda, intentaba seguir estudiando por las noches, pero fue inútil. Vigilaba la vida disoluta de mi compañero. Lo recogía en burdeles, aliviaba sus resacas, aguantaba sus golpes. La piel dura. Un duelo de honor terminó con su vida. El león se apacigua. Conseguí completar mis estudios universitarios. Ungido por la gracia.

El león, callado observa. Sale de su guarida. No ruge, no brama. Distingue a lo lejos al padre, a la madre. Están abrumados. Diría que incluso avergonzados por la audacia y osadía del hijo que pasea su porte aristocrático mientras la plebe retrocede. Y la madre murmura una revelación: La piel dura. Zar entre los siervos porque te ven libre y siervo entre los zares, porque te verán siempre esclavo.

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