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sábado, 19 de noviembre de 2011

El hombre en la Luna

A las 3 de la madrugada de aquel 21 de julio de 1969, 20 de julio todavía en Huston, miles de españoles trasnocharon para ver la retransmisión en directo de la llegada del hombre a la Luna. En el televisor, un hombre con ropas acolchadas bajó por la escalera y reposó su pie izquierdo en la superficie lunar. A esa misma hora, en el dormitorio de invitados de la casa familiar, la joven Isabel, asistida por el médico rural, daba a luz a un varón de padre desconocido al que pusieron por nombre Tomás.

  Ya fuera timidez, o más probablemente la ausencia del padre, el pequeño mostró desde sus primeros años un carácter introvertido que le hacía esconderse entre las faldas de su madre a la vista de extraños o perder juguetes en el parque por no tener la osadía de reclamarlos.
 Las pocas veces que conseguía envalentonarse,  le preguntaba a  su madre por su más tierna infancia, con la esperanza de que escondido en alguna anécdota  se colase de puntillas el nombre de su padre, a lo que ella resoplaba para contestar:

       - Naciste el día en que el hombre llegó a la Luna, si te parece poco. ¿qué más quieres saber?

Al empezar la escuela, el pequeño Tomás, que no era muy habilidoso con el balón, pasaba los recreos recorriendo el perímetro del patio y se entretenía contando los pasos que daba. A veces, encontraba  objetos como una goma roja para el pelo, un pasador plateado o un cromo de flores que iba guardando en una caja de cartón. Cuando tocaba la campana, Tomás respiraba aliviado, subía las escaleras a pares y se sentaba en su pupitre. Ocupaba uno de los primeros asientos, era muy aplicado y contaba con la simpatía de Doña Olivia, que  solía decir:

-         Ojalá fueseis todos tan observadores como Tomás.

 Las buenas intenciones de Doña Olivia, se volvieron contra el pequeño, que ahora resultaba ser antipático entre muchos compañeros. No así  Lucía, una niña menuda y algo torpona al andar, que se sentaba en uno de los pupitres del fondo. Solía llevar una trenza larga e impecable, negra como el tizón, que se deslizaba en movimientos ondulantes de cuello a cintura cada vez que Doña Olivia le mandaba subir a la tarima para recitar la lección o resolver un problema. Aquella mañana a Lucía se le resistió el resultado final del problema, así que  miró de reojo a Tomás, y en un descuido de la profesora le susurró:
-         Ayúdame, no lo sé.
-         Cuatro mil doscientos quince – le respondió en un hilo de voz.

 Con el tiempo, los recreos del chico se convirtieron en su momento preferido, gracias a la compañía de Lucía, a la que obsequiaba con los tesoros que fue acumulando de sus paseos por el patio. No obstante, en ocasiones se sentía incómodo cuando Lucía le confesaba que era la favorita de su padre o que éste le llevaba a la sesión matinal de cine para ver películas de la pantera rosa.
Una tarde de primavera, cuando volvían a casa, se asomaron al pequeño riachuelo que había cerca del colegio. En la orilla coleteaba un grupo de renacuajos. Lucía, acaso aguijoneada por la curiosidad o tal vez estimulada por los lazos que da la confianza, le dijo:
         -    Fíjate Tomás, estos renacuajos tampoco conocen a su padre y no parece que les   de mucha vergüenza.
              
El niño se sonrojó, y, tras una medida pausa, contestó de carrerilla:

    -         Mi padre fue uno de los hombres del Apolo 12. No pudo venir a verme nacer porque ese día, estaba en la Luna, trabajando. Todo el mundo les vio. Al regresar a la Tierra estaba tan ocupado en los Estados Unidos, que tuve que esperar a mi Primera Comunión. No pudo  llegar. Mi madre no me quiso decir nada hasta  el día siguiente, pero había recibido una carta en la que le decían que mi papá había muerto de una enfermedad  por el  polvo lunar que trajo de su viaje y que le infectó los pulmones.

Lucía bajó los ojos, decepcionada, mientras Tomás la miraba de soslayo y comprendía su error. Podría haberle dicho la verdad, que no lo sabía, que no se había atrevido todavía a preguntarle a su madre, que lo haría más adelante, que en su casa nunca se hablaba de aquello. Podría en fin, haberle contado las historias que había imaginado para el personaje de su padre: un marqués, un millonario, un bandido o un trapecista de circo. Pero aquella de un padre en la luna le pareció tan heroica, tan buena que aprovecho la única oportunidad que tuvo para contarla.
A partir de entonces, hasta mucho más adelante, los recreos volvieron a ser monótonos y solitarios. Lucía recuperó su grupo de amigas y se fue separando poco a poco de la compañía de su amigo. Y Tomás, con la férrea determinación que da la lección aprendida, abordó por primera vez  a su madre para preguntarle por el paradero y la identidad de su padre.