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viernes, 1 de mayo de 2020

"CANSPIRACIÓN"



Vivo bien en términos materiales, ese no es el problema. Dispongo de una confortable caseta  en el jardín  junto a mi árbol urinario, entro al chalé cuando me da la gana y me dan de comer de lujo. El problema reside en que mis amos, Fefo y Tuti, son más tontos que mandados hacer de encargo, como puede ya apreciarse por  sus diminutivos, y me resultan unos cargantes insoportables. Se dirigen a mí llamándome Pipo, ridículo nombre que me humilla. Soy un guapo fox terrier de cuatro años con alto cociente intelectual y muy respetado entre los míos. Estoy en plena madurez canina;  no necesito estar rodeado de juguetes y otras frivolités como si fuese un cachorrillo. Por suerte, tengo el triste consuelo de que en este barrio todos sufrimos de lo mismo, pero a mí me ha sido encomendada la tarea de acabar con esta vileza.

     Lo ladramos el domingo pasado, cuando los Quílez invitaron a mis dueños y afines a un cóctel informal en su jardín. ¡Valiente panda de ignorantes! ¿Dónde se ha visto un cóctel un domingo? Esto os dará la medida del estatus del vecindario: resucitadillos de medio pelo que medraron a cuenta de negocios poco transparentes. Nosotros, en cambio, éramos canes de pedigrí y de familias muy seleccionadas,  por lo que nos resultaba embarazoso tener que soportar actitudes paternalistas. Para mí, hijo de una fox terrier de origen oxoniense, eran insoportables, por ejemplo,  aquellos concursos de belleza: me hacían pasar una vergüenza terrible. Desolador era también, ver a mis congéneres repeinados y perfumados. Humanizados. Nuestras miradas de resignación al cruzarnos lo decían todo.
    Y en eso andábamos aquella tarde, en cómo zafarnos de aquella vida miserable. El principal problema eran nuestros amos,  por lo que la ofensiva tenía que ir dirigida hacia ellos.  No queríamos una revolución ni renunciar a nuestra vida privilegiada. Solo ansiábamos dignidad.

Yo tenía contactos con grupos caninos suburbanos que se habían sublevado en barrios más humildes, pero que sufrían idénticas vicisitudes. En poco tiempo, controlaron la situación. Me resultó de gran ayuda contar con el apoyo y los consejos  de Chulo, un perro potencialmente peligroso, sin pelos en la lengua. Chulo me convenció de que a base de firmeza y de enseñar un poco los dientes, la situación estaría controlada en poco tiempo.

  Lo primero que teníamos que hacer, era deshacernos de la tiranía de los concursos caninos. Para ello deberíamos ingerir grandes cantidades de helado de chocolate los días previos. Disfrutábamos con aquellas vomitonas oscuras en medio de la pasarela. Yo me regocijaba con el apuro de Fefo, puesto en evidencia delante de sus amigos. Así sabría cómo me sentía. Podría pensarse que las consecuencias de esta actitud reiterada, serían los castigos físicos. Pero no. Es vox canis que un dueño urbanita es pusilánime y reconcomido por la culpa en cuanto a instruir a un animal. Nada que ver con uno rural. Esos sí que  nos conocen bien, nos mantienen a raya, de acuerdo, mas nunca mancillan nuestro honor.  Por eso los respetamos.

 Chulo también nos indicó cómo adiestrar a nuestros amos. De vez en cuando, se hacía necesario mantener una actitud agresiva. Sobre todo, en lo respectivo a cualquier pauta encaminada a humanizarnos: fuera ropas, comida para mascotas, salir a la calle acompañados y visitas al veterinario. Otros que se habían buscado un buen negocio con las marcas de comidas de plástico. ¿Cómo habíamos llegado a renunciar a un buen hueso? Nos repetía  Chulo en sus charlas, a fin de empoderarnos.

  Poco a poco,  las medidas surgieron efecto. Tanto Fefo como Tuti, dejaron de tratarme como a su osito de peluche, al ver que cuanto más me mimaban, más arisco me mostraba. Incluso cedieron en las visitas al veterinario. La primera vez,  me planté en la puerta, frente a ellos, con el hocico arrugado y la mirada oblicua, desafiante. Sentí un placer inmenso al ver cómo retrocedían. No lo intentaron una segunda vez.

  Conforme pasaron los días, se fueron tornando más dóciles. Se acostumbraron a mis mordiscos cuando no me dejaban comer el pollo asado o las lonchas de jamón ibérico que guardaban en la nevera. Aceptaron con resignación mi negativa a la comida enlatada o a las bolas insípidas. Y dejaron de disfrazarme, cuando veían que dedicaba una hora del día a raer mis ropas absurdas. Pero uno de mis mayores orgullos fue que Tuti, tras varios estropicios en la peluquería “Guau”, se resignó a tener un terrier tal cual, con su pelaje natural.

  Ahora, tanto mis amigos como yo salimos a la calle con la cabeza bien alta, sin ataduras, sin la presencia controladora de nuestros dueños. Volvemos a la hora que nos da la gana, cualquier excusa es buena para salir a conocer otros barrios con perros que necesitan nuestra ayuda. Sigo en contacto con Chulo, al que tanto debo. Cuándo me atreveré a decirle que siento cosas.