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domingo, 28 de enero de 2024

Relato seleccionado en el IX Certamen de cuentos Antonio Trueba

 De sorpresa me vino el envío de dos ejemplares con las publicaciones del concurso de cuentos Antonio de Trueba que organizan las asociaciones culturales Gurguxa y Alen y patrocinan  los Ayuntamientos de Galdames y Sopuerta. Os lo comparto. 

 

INTERSECCIÓN

La ciudad se ha despertado oscura, cargada de nubes. Atravieso la calle al amparo de una gabardina y un paraguas. Me asomo al ventanal de una sala de exposiciones, como si mis pasos hubiesen guiado aquella pasión infantil por los trenes. Está poco concurrida. Y recuerdo el comentario de un amigo: “Los museos y las galerías son lugares para gente solitaria y meditabunda como tú”. Entro con vacilante decisión. Maquetas de ferrocarril, planos de situación, libros de cuentas de la compañía y billetes de acciones ocupan las vitrinas centrales. Abundantes fotografías del pasado minero de este país cuelgan de las paredes, pero mis ojos se ven atraídos por una en especial: tiene como telón de fondo la silueta de los montes de Triano y, en primer plano, al director de la compañía “Orconera Iron Ore Company”, John Brown, que posa, altivo, junto al primer tren que llegó a Galdames. Acerco más la vista y veo la cabeza de un niño asomado detrás de la máquina de vapor. El rictus serio de su cara, indicio de pobreza, descarta cualquier vínculo filial con el hombre. Su pose no ha sido deliberada. Está escondido y la curiosidad por atisbar la locomotora, lo ha inmortalizado. A partir de ese instante, cruzo las salas como un sonámbulo. Las reproducciones a escala de los trazados del ferrocarril y sus trenes, que en otras ocasiones hubiese examinado con obsesiva precisión, carecen de interés para mí. El rostro sucio del niño me acompaña al salir a la calle. La niebla envuelve la ciudad y mi pensamiento. No veo el momento de llegar a casa.

 

De entonces solo recuerdo un cansancio profundo y colores ocres. Es extraño, nunca sueño en color. El polvo envuelve la atmósfera y dificulta la respiración. De pronto, soy un niño, como el de la foto del ferrocarril. Una mujer enlutada me sonríe con afecto. Está delante de un montón de piedras, que deposita en un cilindro de metal. La piedra sale lavada, y la mujer separa briznas metálicas. Esas esquirlas van a parar a una rampa. La mujer debe de ser mi madre, me llama hijo o Pedrito, dice que ayude a la señora Carmen a cargar cestos de piedras para vaciarlos en una vagoneta. Obedezco y vuelvo a su lado. Antes era peor, comenta mientras se limpia las manos en el delantal. Antes había que bajar hasta la dársena de Sestao. Pero ahora el señor Brown ha traído una máquina a vapor y se encarga de transportar el mineral hasta la playa donde unos barcos enormes lo llevan a Inglaterra. La mujer que es mi madre dice que ese señor vive en un palacio cerca de la dársena. Algunas mujeres del pueblo trabajan en ese caserón como sirvientas. Esa labor debe de ser más limpia, pero con menos libertad, porque no hay horas para atender la casa o la huerta. Aunque esté mal visto, ella prefiere ser chirtera en la mina San Severino. Intento retener el nombre. Madre es muy locuaz. Al ponerme de pie, compruebo que mis pantalones son unos harapos: dejan ver las rodillas peladas. Siento vergüenza, pero las mujeres están peor que yo. Sus delantales además de sucios, están mojados. Tienen las manos arrugadas por el contacto con el agua y llenas de sabañones. Los pies asoman por sus abarcas rotas, están despellejados. Muchas tosen con insistencia.

Pasado un rato, le toca a mi madre levantar un cesto. Con mucho esfuerzo y la ayuda de la señora Carmen, conseguimos colocarlo sobre su cabeza. Quiero saber cuánto pesa. Me responde si no lo sé a estas alturas. “Cincuenta kilos, hijo mío” aclara. La debilidad de mi madre se percibe cuando descarga el cesto en la vagoneta: tiene la frente perlada de sudor y apenas mantiene el equilibrio. Trabajamos así varias horas. Mis tripas emiten un rugido hambriento y madre acerca su mano al mentón, con gesto preocupado. Vigila que el capataz no esté cerca, para ofrecerme un pedazo de tocino. Resulta un bocado de lo más desagradable, pero para mi sorpresa, lo como con agrado. Miro por el rabillo del ojo a madre. Sigue mareada.

 

El confort de la habitación cuando despierto tranquiliza mi espíritu. Sigo aturdido por las imágenes tan vívidas. Confuso. Salgo de casa sin rumbo. Divago, monto en el último vagón del metro, bajo en la estación equivocada y, al subir las escaleras mecánicas, tengo enfrente la sala de exposiciones. Quisiera entablar un diálogo con el niño esquivo de la fotografía. Sé que es el protagonista del sueño perturbador. Arrugo el ceño e inspecciono la foto, casi la rozo con la nariz. El vigilante me reprende. Busco entre los paneles algún dato relativo a la mina San Severino, pero el vigilante no me quita ojo. Es mejor que salga. La cafetería de enfrente puede ser un buen lugar para reflexionar. Pego mi cara al cristal y una bruma me ciega.

 

Madre está contenta porque hoy es día de cobro. Trabaja en la mina por primera vez desde que padre murió aplastado por una vagoneta. Lo he sabido por los comentarios susurrados de algunas mujeres. Sus compañeros lo llevaron en volandas, no llegó a tiempo al hospital y el doctor Enrique no pudo hacer nada, salvo aconsejar que contrataran a mi madre para que la familia no muriese de hambre. El capataz está sentado delante de la mesa y un gentío espera a que repartan el salario. Madre hace cálculos con los dedos. Ha trabajado de lunes a viernes y un poco el sábado. El capataz le da siete reales con 75 céntimos. Se queda pensativa con las monedas en la mano. “Falta dinero de mi salario y del jornal del niño”, exclama furiosa. El capataz le recuerda, irritado, el gasto semanal de alubias, patatas, leña, hilo y aguja en la cantina. Y si olvidó que se descuenta del salario. Y si olvidó el 2% del seguro médico. Y que no se queje; su hijo ha cobrado los tres reales de pinche. Madre se indigna. Tiene el rostro de la desesperación. Pensaba hacerse con una gallina. Con lo que tiene no le alcanza para comer y se verá obligada a comprar de fiado. Carmen le pasa la mano por la espalda para consolarla, le dice que han venido unos hombres de Burgos a trabajar a la mina Dolores y andan buscando pupilaje por el Sauco. Debemos de vivir allí. Corremos a casa. Madre está algo más contenta. Esperanzada, quizás.

Yo no llamaría nunca casa a una cabaña con suelo de barro naranja y paredes que supuran humedad. Hay aguas ferrosas estancadas en la entrada, y cuatro críos más jóvenes que yo nos esperan sentados en la entrada. Tienen la cara llena de polvo; el mayor lleva la boina calada y a la única niña le cuelgan unas trenzas de rubio sucio. Todos están descalzos. Al poco rato, llaman dos jóvenes enjutos, con manos de labriego. Son los de Burgos, quieren una casa de peones con cama y comida. Madre les ofrece un cuarto, un catre con colchón de paja bajo una manta polvorienta empapada que huele a hierro y sudor. Ellos aceptan el trato. Mi hermana, la de las trenzas, se encargará de llevarles la comida a la mina. Cuando los trabajadores se van, mi madre coge hilo y aguja y se pone a remendar ropa de trabajo de algunos mineros del barrio. Zurcirá también los buzos de los pupilos. Yo me encargo de vigilar que el fuego no se apague. Madre termina la labor y coloca un perol de sopa sobre el fuego. Tras unos minutos, comienza a humear. Dudo que sea suficiente para alimentarnos.

 

Despego la nariz del cristal empañado. Han pasado cerca de seis horas y ningún café en la mesita, como si los camareros no advirtiesen mi presencia.  Al salir, una manifestación ha cortado la Gran Vía, reclaman mejoras salariales. Como madre, pienso. Un terrible dolor de cabeza me agita cuando abro la puerta de casa, y el pasillo se convierte en la caña de un pozo por el que desciendo a la velocidad del rayo.

 

Es la primera vez que bajo a la mina. Los chicos de mi edad no suelen descender, pero el capataz ha hecho la vista gorda, dice que los menudos alcanzamos mejor las vetas más estrechas. He oído que no se debe enterar el señor Brown, ni el médico del hospital, don Enrique. Es un secreto, y tampoco se lo voy a contar a madre. Ayer ni cenó. Dijo que no tenía hambre. Pero estoy seguro de que no era verdad. Nos dormimos todos juntos, apretados cerca del fuego. Aunque es primavera, en la casa siempre hace frío. Creo que es por la humedad. Los hombres de Burgos también se han acercado a la lumbre para entrar en calor. Tiritando, imagino que soy un hombre de buen aspecto y bien alimentado, como el que se me aparece en sueños y me mira de frente.

 

Salir de ese pozo oscuro me ha costado toda la noche. He visto al niño atropellado por una vagoneta. Ya se filtra la luz por los visillos de la habitación y todavía sigo exhausto. He pasado la noche en vela. Un intenso olor a grisú impregna la casa, las paredes rezuman moho. Tengo que salir y volver a la sala de exposiciones.

 

Es domingo. No hay que bajar a la mina. Madre me ha dejado a cargo de todo. Se va a la Arboleda con su amiga Carmen y otras chirteras. Están alteradas porque un tal Pablo Iglesias, “el sindicalista”, lo llaman ellas, va a hablar con los obreros. Y muy enfadadas, porque cobran poco comparadas con los hombres. Y trabajan igual o en peores condiciones. Yo las escucho hablar mientras se ajustan los picos del pañuelo en la cabeza. Carmen, muy exaltada, dijo que tenían que impedir que circulasen las vagonetas para que nada llegase a puerto y los barcos se fueran de vacío. Hasta parar la producción y cerrar las fundiciones. Cuando regresan están decididas a ir a la gran huelga. Eso es algo que se oye mucho por el barrio estos días.

 

Aunque todavía no es la hora, la puerta del museo está abierta. No hay rastro del vigilante y puedo andar a mis anchas. Cuento con el tiempo justo. Me acerco a la vitrina de los documentos del accionariado de Orconera, la empresa minera. Desactivar la precaria alarma es un juego de niños. Cojo uno de los documentos y me lo guardo en el bolsillo. No aparece el vigilante, ni se activan las sirenas. Creo que he llegado a tiempo, cuando descubro un minúsculo destello en los ojos del muchacho. Parece que hubieran cobrado vida.

 

El hombre me mira intrigado. Se acerca mucho, puedo sentir su aliento. A veces tengo extraños sueños en los que estoy atrapado en una fotografía que él contempla día tras día. No le he dicho nada a madre de mis ensoñaciones. No le he contado nada a nadie. Cuando despierto, encuentro un papel en el bolsillo del chaquetón. Se lo enseño a madre. Pega un grito y dice que son acciones de la Orconera, cinco. No sé lo que es, pero debe de ser algo bueno. Lo aprieta muy fuerte, no me pregunta nada y sonríe como el día de la gran huelga. Madre sonríe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

viernes, 26 de enero de 2024

Cuarta en Bizkaidatz 2023: un clásico

Por segunda vez, tomo la cuarta posición en el concurso de relatos de Bizkaidatz. Esta vez la entrada nos la dio la escritora Begoña Elorrieta Puente con "El alud" . Lo que se me ocurrió a continuación, os lo dejo aquí. Gracias por vuestro tiempo.

 Rencor

Y en un arrebato que a posteriori consideró irracional, cogió el móvil.

“Avalancha. Ponte a salvo”, vaticinaba.

Alzó la cabeza y contempló la escena con estupor. Por Marc nada podía hacer. Su cuerpo dibujaba una silueta absurda: las piernas boca arriba, la cabeza vuelta hacia la espalda y los ojos desencajados. Temblaba de miedo. Se agachó con cautela junto a Lucía. Mientras retiraba las piedras que aplastaban la chamarra roja, rezaba

“Que esté viva, por Dios, que esté viva”

 Sacó la pala del botiquín de supervivencia y cavó. Debía destapar todo el cuerpo. para evitar la congelación. Se ayudó con las manos, pero los guantes se le empapaban y los dedos se le entumecían. La emoción asomaba en sus ojos , y aquella neblina de irrealidad la impedía seguir.

  “¡Ostia! Así no voy a acabar nunca”.

En su excavar frenético, algunas puntas heladas salían disparadas y le cayeron en la espalda como clavos.

“¡Joder, que vuelve!”.

 Las confundió con una réplica.

“Tranquila, tranquila, vas a acabar paranoica”, se animaba hipando.

Con el cuerpo libre de placa, vio cómo Lucía tenía uno de los brazos en alto, mientras que con el otro se cubría la boca y las fosas nasales. Había usado la técnica de la brazada para no hundirse y tapado la boca para no tragar nieve.

Andrea comprobó que respiraba. Se arrodilló junto a ella y le habló.

            —Estoy contigo, Lucía ¿me oyes? No te preocupes —le susurró—, la montaña te ha salvado. Aguanta.

Hurgaba en el botiquín para extraer la manta térmica. Un tiempo después, el tableteo del helicóptero le confirmó que habían localizado su posición.

Nada más ver al equipo de rescate, se derrumbó.

— ¡Ha sido horrible!, hay más …una docena….un muerto.

—Tranquila, vamos a intentar localizarlos. Quédate aquí, y no la muevas. Puede tener una contusión cerebral.

Iban alineados, concentrados en picar el terreno con las sondas. Una tropezó con algo rígido.

            —¡Aquí, aquí!

Encontraron a Tomé y a uno de los excursionistas. Andrea, pegada junto a Lucía, no dejaba de consultar el reloj. Sabía que la probabilidad de encontrar vida en un alud tras quince minutos era prácticamente nula.

            —¿Ninguno portaba dispositivos ARVA?— preguntó uno de los miembros del equipo—. Veo que tú y la otra chica los utilizáis.

            —No. Son bastante temerarios —respondió mientras contemplaba de reojo la reanimación de Tomé.

            —Entiendo. Sin el localizador... Llevamos más de veinte minutos y el sol se está ocultando. Hay que dar por finalizado el rescate.

           —¿Podéis intentar otro rastreo con las sondas?

Andrea se negaba a aceptar aquel naufragio

            —Es inútil, no te aflijas. Lo has hecho muy bien —el agente le palmeó el hombro con afecto.

Andrea bajó la vista desde el helicóptero. El manto suave y plácido, ya compactado, se había transformado en lápida funeraria para aquellos desgraciados. Con la cara pegada al cristal de la cabina, devorada por el horror del alud pensó en cómo reaccionaría su amiga al conocer la tragedia. Si no la intuía ya.

 

*******

“Aguanta, Lucía, tan solo serán los primeros pasos, después ya verás, te encantará pasear por el bosque de noche.” Los recuerdos la asaltaban como fogonazos en el hospital. Los paseos nocturnos con su madre prendieron la llama de la pasión por las montañas, pero también su desconfianza a todo lo civilizado. Salían en cuanto se ponía el sol, cogían los frontales o las linternas y se adentraban en el sendero. Cuando había luna llena, los reflejos otorgaban un brillo metálico al bosque y el valle parecía un cuenco plateado.

  Una noche, su madre apagó la linterna y ella tembló. “Aguanta solo un poquito así. Ahora regresaremos sin luz. Cuando todo está oscuro y no podemos ver, el resto de los sentidos se agudizan. Conocerás el nombre del viento que agita los pinos. El aleteo del murciélago te indicará la cercanía de la Cueva Negra. Localizarás cada piedra y cada arbusto. Solo Escuchar. Solo tocar. Solo olfatear. Caminarás a ciegas sabiendo por dónde vas. Hundirás tus pies descalzos y sentirás el pálpito de la tierra. Y en el monte encontrarás a tu padre protector; te dará pistas y las sabrás descifrar “. Aquellas palabras serenas pero firmes le permitían avanzar segura, empezaba a comprender el lenguaje del bosque. En invierno, escalaban por taludes helados. “Sujeta bien los crampones. El hielo se transforma y se volverá resbaladizo a la tarde” o “Nunca te separes de tu piolet, Lucía. Sin él estás perdida”.

   En pocos meses ya trazaba vías alternativas. Incluso ascendía por la Cola de Caballo. La madre observó que la niña contaba con unas aptitudes innatas, una resistencia inusual para su edad. “Confía en tu instinto, ahora que has aprendido tanto”, le aconsejaba.

De cada nueva ruta, traía algún guijarro del camino y, al llegar a casa, los clasificaba e identificaba con la zona de origen.

“A lo mejor de mayor te conviertes en una experta geóloga”, aplaudía su madre.

“No, mamá, exploraré picos y valles, nadaré entre ríos y lagos helados. Ascenderé cordilleras. Es lo que quiero ser de mayor. Como el señor de las fotos”.

El “señor de las fotos” era el protagonista de todas las historias que su madre le contaba. Las fotografías estaban guardadas en una caja de hojalata. A la hora de irse a dormir, Lucía sacaba una al azar y comenzaba un nuevo relato.

“Si eso te hace feliz, lo harás. Tienes determinación, Lucía. Lograrás lo que te propongas, estoy segura”.

Su madre aprovechó aquella declaración vocacional temprana para confesar. “Y no le llames señor, era tu padre. O en un tiempo lo fue. A veces la vida nos hace tomar caminos diferentes que nos separan. En todo caso, llámale señor de las montañas, siempre andaba en alguna. Pero tenía mala memoria y eso para un alpinista, es mortal.”

*******

Tumbada en la cama del hospital, con una canícula de recuerdos en la cabeza, se esforzaba por interpretar el sonido de pitidos mecánicos y pasos apresurados, tan ajenos a ella. Le costó enlazarlo con la palabra de ánimo de Andrea. “Aguanta”. Constató que su respiración era rítmica y acompasada; los latidos del corazón, vigorosos. No corría peligro, pero un lastre plomizo le oprimía el pecho. Entreabrió los ojos para encontrarse con los de la fotógrafa.

            —¿Estás bien? —Andrea intentó camuflar su tristeza en una sonrisa.

            —No tenía que haber vuelto, soy una ingenua

            —Olvídate de eso, lo importante es que te vas recuperar.

            —Al menos, tú te has librado. Los demás… ¿Están vivos?

            Andrea torció la cabeza hacía la ventana. Aborrecía portar malas noticias.

            —Solo hay dos para contarlo. Pero ya te lo imaginabas, ¿verdad?

            —Sí —el hilo de voz camuflaba un desgarro interior—. Tomé y un cliente que le acompañaba, estoy segura. No me digas por qué, pero me hicieron caso y se deslizaron a tiempo hacia un lateral.

Lucía revivió lo que pasó su madre: primero, un extraño polvo de nieve punzante que bajaba como una niebla; después, el rugir junto con la bofetada helada abrasándole la  piel.Y al final, el siseo de millones de canicas que se alejaban.

        —Pensé que el alud me iba a destrozar y nadé, nadé con todas mis fuerzas hasta que algo me empujó y me sacó de allí.

Las sienes le palpitaban, apenas podía abrir los ojos por el dolor, y la primera avalancha, la que provocó la huida cuando era una cría, volvía con fuerza, y aplastaba el resto de pensamientos.

            —Es como una maldición. Sigue aquí —y golpeó su frente con el dedo índice—, quizás sea verdad, quizás arrastre conmigo la mala suerte.

            —No digas tonterías. Ahora es distinto, Lucía. Lo he grabado todo. Y lo incluiré en el reportaje. Los chascarrillos no les servirán. Solo un par de locos pueden organizar una salida con riesgo alto de avalanchas, ¿quién se atreverá a culparte?

Andrea iba a conocer a los vecinos, reacios a cualquier novedad que alterase sus convicciones. El alud se había encargado de desempolvar viejas supersticiones. El hostal, convertido en epicentro de la desgracia, era a la vez el lugar donde las cornejas se agrupaban, ávidas de protagonismo.

            —Solo se han salvado Tomé y un turista. ¡Vaya ruina! Ahora que empezábamos a salir del hoyo con la fiebre montañera. Es esa maldita india, la hija —comentaba una de ellas—. Yo la daba por muerta. Pero cuando la vi escalar entre el hielo como un rayo, me acordé. No había duda. Era ella. La última de su estirpe.

Las dos ancianas disfrutaban con los vecinos agolpados a su alrededor, deseosos de un chisme que llevarse a la boca. Vivían su momento de gloria y no lo iban a desaprovechar, si tenían que adornar la historia, no lo dudarían.

            —Eran los últimos de una tribu de las montañas del norte.  Llegaron cuando la hija era un bebé y apenas se relacionaban con los demás. Se instalaron en la casa más apartada del pueblo. Después, el hombre se marchó o las abandonó, cualquiera sabe. Ni nos atrevíamos a preguntar— la corneja tomó un sorbo de agua y prosiguió.

            —Ella siempre andaba metida en el bosque, buscando hierbas, escalando montes y con la niña a cuestas. Bajaba a comprar lo justo. Necesitaba pocas cosas, decía. Pero nos hubiera dado igual si no hubiera sido por aquel día, hace treinta años.

La otra vecina tomó el relevo.

            —Fue una noche de invierno, lo recuerdo bien. La madre bajó a la taberna y preguntó por ella. Estaba muy preocupada, era una niña solitaria. Podría perderse. La tranquilizamos, haríamos una batida y daríamos con ella. Al escucharlo, se puso hecha una fiera. Dijo no sé qué de la capa de nieve cuajada por el frío. Insistía en que era mejor esperar. Pero los hombres fueron a buscarla.

Poco a poco, el círculo de curiosos se iba estrechando en torno a ellas.

             —Escalaban por la cornisa norte de Pico Mayor. Uno de ellos la vio sentada en lo alto de un risco, intentado abrazar a la luna llena. Comenzó a gritar para que no se acercasen o provocaría un alud.

Espoleadas por el público, que escuchaba atento, exageraban sus comentarios, sus gestos. Una de ellas, la más dolida, se acaloró.

            —¡Y vaya si lo provocó!, ¡puñetera india! —exclamaba—. Si llegamos a saber que estaba viva, le hubiéramos retorcido el cuello con nuestras propias manos. Nos dejó viudas a todas.     

Las urracas no esperaban su vuelta camuflada de alpinista, la creían sepultada con los demás bajo las cruces que recordaban a los ausentes en un barranco. La pequeña salvaje hipnotizada por la luna en lo alto de un risco. La madre provocadora de aludes. La caja de Pandora. El ambiente de la pensión se iba caldeando. Cada cual añadía una nueva pincelada al cuadro, daba su versión de los hechos, apuntaba detalles.

            —Y ahora esto. Pobre Marc, hubiera sido el mejor guía de montaña de la comarca —se lamentaba una de las viejas—. Tomé no pudo salvarlo, pero sí a la otra. Manda narices. Lo provoca y sale ilesa. De tal palo…

El relato se agigantaba tejido con los mimbres de la calumnia. Era como si la aldea, suspendida en la gélida atmósfera de aquel recuerdo, cobrara vida con el nuevo alud. Como si lo sucedido a lo largo de los años fuera una nebulosa irreal y pesada de esas que provoca la altitud en los alpinistas. Aquel pueblo, el último del valle, bien podía haber adoptado el nombre de Rencor.

            —De cualquier modo, también os ha venido bien su vuelta, ¿no? Os ha traído mucha gente que deja su dinero aquí. Y bien que lo habéis aprovechado. Lástima que vuestro orgullo os impida aprender nada. Pero no os preocupéis, salvo por vosotros, los aludes se olvidan enseguida—mintió.

Andrea había irrumpido furiosa en la salita del hostal. Ya estaba dispuesta a cerrar la puerta del salón cuando retrocedió.

            —Y, por cierto, Tomé no salvó a nadie.

           Aunque percibió el fulgor de ira, las cornejas enmudecieron y algunos pajarracos se sonrojaron. El sonido del portazo acabó con la conversación.

Andrea regresó a su cuarto y se dejó caer en la cama. Se había despachado a gusto, había liberado la tensión de aquellos días agitados por la salud de Lucía, las víctimas y el permanente recuerdo del alud que la engullía. Disfrazaba su angustia con arrojo, pero se hundía en sueños alambicados. Noche tras noche, la oscuridad se le venía encima y la nieve la ahogaba. Despertaba envuelta en sudor y tenía que esperar unos minutos hasta que los miembros le respondían. Ni siquiera podía articular palabra.

Esta vez quería centrarse en el trabajo. Las circunstancias habían modificado el proyecto y requería de otro montaje. Separó algunos fotogramas del vídeo que recogían la discusión —aunque no se oía nada, el lenguaje no verbal lo explicaba todo— y mantuvo la espectacular avalancha. Llegó a la escena de las víctimas arrastradas y sepultadas por la ladera. La retuvo unos momentos. Aquella imagen le causaba sentimientos de culpa ¿era lícito publicarla?, ¿estaba por encima concienciar sobre los riesgos de una marcha sin precauciones? Escogió la segunda opción.

       Al día siguiente, regresó al hospital. Necesitaba conocer la versión de Lucía.

            —No debes provocarlos, Andrea. Los conozco bien, son unas alimañas.

            —Lo único que veo es gentuza atrapada en el tiempo. Pero, ¿qué demonios ocurrió hace treinta años?

Lucía miraba el techo, blanco y reluciente, sumergida en la pequeña grieta que lo cruzaba en diagonal, una brecha helada que intentaba en vano sortear. En el avance, el piolet caía en las profundidades de un azul glaciar y la dejaba indefensa, incapacitada para continuar. Cerró los ojos para espantar aquella imagen. Giró el rostro hacia Andrea y presa de una inesperada locuacidad, comenzó su historia:

            —Fueron ellos, no mi madre. Los vecinos dijeron que saldrían a buscarme. Ella sabía que no me perdía en el bosque. Tan solo comentó que me obsesionaba la montaña. Pero decidieron subir.

En el pueblo nadie entendía su modo de educar. Les parecía cruel. Tampoco creían que la niña fuera capaz de desenvolverse en la montaña. Se organizaron para buscarla en contra del criterio de la madre, sorprendida al verlos ascender por la cara norte. La reciente nevada podría ocasionar deslizamientos. Lo dijo, lo repitió y no la escucharon.

          —Tal vez fuera su manera de demostrar que conocían la cordillera —argumentó Andrea—, es difícil aceptar el conocimiento de una “intrusa”. A lo mejor, su experiencia les ofendía.

            —Y estaba el asunto de las piedras. Ahí entraba yo. Ya conoces mi costumbre de llevarme una en cada marcha —Lucía tomó aire y prosiguió—. Puedes encontrar alguna cuyo valor desconozcas. Eso pasó con las de la Cueva Negra. Tenían incrustaciones doradas.

             —La fiebre del oro… —farfulló Andrea.

Lucía rememoraba el día que se deslizó por una fisura estrecha de la Cueva Negra, la de los murciélagos. Encendió su frontal y encontró una veta brillante y dorada atravesada por una piedra de granito. Como un rayo. No le costó mucho rascar y desprender algunos guijarros. Los llevó a la escuela.

            —Mi madre me avisó. “El oro fascina, desnorta y enfrenta a los hombres”, decía. “Además, el lugar es peligroso. No quiero que vuelvas.” Me lo advirtió.

La profesora confirmó que era un pedazo de granito con incrustaciones de oro. No era de gran valor, pero todo se magnificó. Los vecinos la buscaban e interrogaban, uno la llegó a coger del brazo para que le guiase hasta la gruta. Consiguió zafarse y salir corriendo. Evitaba bajar al pueblo y se pasaba el día sorteando cornisas y barrancos. El día de la taberna tuvieron la excusa perfecta.

            —No querían buscarte, querían que los llevases a la Cueva Negra

            —Exacto. Aquella noche había luna llena. Escalaban por una cornisa que no tardaría en ceder.

La placa crujiente y quebradiza se deslizaba ante sus ojos. Agitó los brazos para que no continuaran, pero no hicieron caso. En cuanto Lucía vio la lluvia de nieve, esa brisa helada que lo anticipa todo, gritó con todas sus fuerzas. Gritó de desesperación, de impotencia y de miedo. Porque su madre, como ella treinta años más tarde, los perseguía para que desistieran. Y, como a su madre, la nieve se la tragó. Volvió a gritar porque temía perderla. Y por fortuna, se salvó. Como ella treinta años más tarde. Salió empujada por el alud, dando vueltas de campana. La niña bajó corriendo, por la cara sur y su madre la abrazó. Ni siquiera se limpió las heridas cuando llegaron a casa. Preparó una maleta, cubrió a la pequeña con una manta para que no se congelase y arrancó el coche.

            —Sabía el rechazo que provocaba en el pueblo y huyó —Andrea intervino—. Todos os culpan por el accidente. Os hubieran molido a palos.

            —A pocos kilómetros, paró el coche y se desplomó. Yo sabía que los hombres no tenían ningún interés en mí.

Lucía revivió la conversación en el coche, nítida como la luna que las alumbraba entonces. “No han venido a salvarme, mamá. Querían esto”. Alargó su mano para mostrarle la piedra con la veta reluciente. “No buscaban otra cosa, nos aborrecen.” En aquel instante, la madre entendió. Los vecinos no eran tan imprudentes como para subir por aquel flanco de la montaña. Se habían cegado. Cuando su hija le enseñó las piedras, dejó de llorar.

Lucía acabó su relato, exhausta.

            —No te esfuerces más, descansa. Volveré mañana. Me queda poco para terminar el documental —Andrea le guiñó un ojo y salió.

Sola en la habitación, regresaban la migraña y el sueño gris e hipnótico. Frases entremezcladas: “Aleja tu desgracia, gafe”, “Mañana subiremos a la Cola de Caballo.” Pesadillas recurrentes: cadáveres congelados bailando en las laderas, cuerdas enredadas en los crampones cobrando vida. Un alpinista con la barba cristalizada llamándola hija. Y de nuevo, frases inconexas saliendo de la boca del hombre barbudo: “Volveré a casa”, o de la suya: “Yo también, me han olvidado”. Aquella convalecencia la asaltaba con incertidumbres y preguntas. ¿Buscaba en cada ascenso a su padre? Quizás pretendía encontrarlo, quizás quisiera escapar de aquel alud. Enganchó ese pensamiento como un mosquetón a la cuerda, hasta quedarse dormida.

No muy lejos de allí, en el pueblo, otro joven se revolvía en circunstancias parecidas: imágenes surrealistas en las que Marc, convertido en una carcajada lúgubre gritaba: “¡Jodido Tomeeee!, ¡salvado por la puta indiaaaa!,¡jajajaaaaaa! ¡Quién te lo iba a decir!, ¡la puta india! ¡Jajajaja!, ¡jajajaa!

Una mezcla de remordimiento y rabia lo mantenían sumido en un abismo. Rapelaba con las cuerdas deshilachadas y sin asidero. Lejos de reconocer su responsabilidad, barajaba la posibilidad de salvarse con una llamada.

 

Lucía se alegró de ver a Andrea el día que le dieron el alta hospitalaria un mes más tarde

            —¿A que no adivinas con quién he hablado? ¡Con la productora! Ya tienen fecha para el estreno.

            —¡Qué buena noticia, Andrea!

            —Pero lo más increíble es que me ha llamado Tomé.

            —Se habrá comido su orgullo. Ya sabes, es obstinado. Lo vi claro arriba, cuando se me enfrentaron.

            —Lo han demandado y quiere que declare a favor en caso de que hubiese un juicio. Es un capullo.

            —Eso puede empeorar las cosas para el pueblo y para él —apostilló Lucía.

            —El pueblo, el pueblo. A Tomé lo han absuelto. Por ti, ni preguntan —Andrea se odió por aquel ataque de sinceridad. Retomó la conversación.

            —Tu carga debe desaparecer ya —Andrea rompió el hielo—, ¿todavía piensas que debes algo a esa gente?

El alud no solo cambió el reportaje, sino también la actitud de Tomé con respecto a la escalada. Ahora que venían mal dadas, tomaba precauciones. Jamás se disculpó, ni agradeció. Andrea envió su documental y tres meses después con Lucía recuperada, acudieron al estreno. El tirón de las dos escaladoras, muy conocidas entre los aficionados al alpinismo, llenó la sala. En una de las butacas, traseras, seguro de pasar desapercibido, se camuflaba Tomé. Meses después una sentencia lo mantuvo lejos del alpinismo durante varios años.

            —Ha sido genial, Andrea. He tenido que apartar la vista en la secuencia del alud, pero no me ha dolido. Mañana ascenderemos por la Cola de Caballo. Lo tenemos pendiente y quiero enseñarte algo.

             — Tal vez sea demasiado pronto, Lucía.

             —En absoluto. Estoy lista.

Iniciaron la subida al amanecer. Lucía picaba con vigor sobre el hielo, como si toda la fuerza de la naturaleza se concentrara en cada gesto. Pero tenía que parar. Todavía no contaba con la fuerza suficiente. Las escaleras iban tomando forma por la lengua helada. Andrea le seguía los talones, hasta que alcanzaron la base del magnífico circo.

            —¿Estás bien? ¿Descansamos?

            —No hace falta. Bebamos un trago de agua y continuemos. Queda poco.

Cuando hollaron la cumbre, la panorámica que se desplegó ante sus ojos las emocionó. A sus espaldas, una cordillera de picos nevados flanqueaba el circo. En la parte oriental de aquel anfiteatro, la cascada helada había tomado el aspecto de una mancha sucia y deforme. Pronto comenzaría el deshielo. Más abajo, se podía divisar un pequeño lago encajado entre montes salpicados de coníferas. Y en la cota inferior, el sol jugaba con las tonalidades verdes de la cañada. Lucía señaló su casa, una mota gris en aquel encuadre magnífico.

            —¿La vas a reclamar ahora?

            —No. Me gusta verla así. Abandonada pero respetada. Además, me voy a marchar. Mi presencia aquí ya no tiene sentido. Me evitan. No te dije las verdaderas razones de mi vuelta, ¿verdad?

            —Desembucha, Lucía. Eres todo un misterio —Andrea meneó la cabeza, burlona.

            —Mamá quería que esparciera sus cenizas por aquí. Mi intención era hacerlo y marcharme.

Lucía tenía la imagen fijada en la retina. Subió y sacudió la caja de las cenizas al primer golpe de viento. La estela gris se elevaba hasta la cima de Pico Mayor. Imaginó a su madre como un águila que desplegaba sus alas y volaba libre. Aspiró el aroma de la resina de los abetos, de la flor de árnica y algo tiró de ella. Una voz cálida y persuasiva que le decía “quédate, quédate”. Habían pasado los meses, no la habían reconocido, podría trabajar en lo que más le gustaba. Pero todo se desbarató de nuevo.

            —Cumplí mi promesa y me quedé más de la cuenta. Eso es todo. Ahora tengo otra necesidad. Debo buscar el cuerpo congelado de mi padre. Probablemente esté colgado de alguna cresta, en la cara noroeste del Meru. A lo mejor lo encuentro.

            —Estás obsesionada, Lucía, ¿tienes otra necesidad? Siempre es la misma. Ansiamos subir, ver lo que se siente aquí arriba. Por orgullo, como los del valle. Por la hipnótica atracción de la montaña que nos desafía. No somos tan distintas. Necesitamos ocultar nuestras debilidades, demostrarnos fortaleza, sentirnos libres y poderosas.

            —Cierto. Pero también amamos esta belleza. Su paz.

Las dos mujeres, sentadas en la cumbre, observaban el zigzagueo de un esquiador para sortear el pinar.

            —¿Sabes? Este paisaje está contaminado.

   Pensó en sus montañas como un refugio. Le daban el aplomo que le faltaba entre la gente, pero no encontró aquello por lo que un día decidió regresar y quedarse: la pureza del hogar que la vio nacer.

            —Sinceramente, Lucía. El golpe te ha afectado la cabeza.

            —En serio, la belleza de este lugar es efímera y engañosa. Prometedora y mortal como los secretos de la Cueva Negra.

            —Al final va a ser verdad que eres un poco gafe.

Descendieron con el tintineo de los arneses a sus espaldas. Abajo, en el último pueblo del valle, la estampa de las casitas iluminadas y el humo que subía por las chimeneas semejaba el espejismo de un hogar reconfortante y protector.