Páginas

domingo, 16 de febrero de 2020

Saldos


  Un deambular tedioso de otoño, la llevó al escaparate de aquel comercio en rebajas. Tras el cristal, dos especímenes machos en oferta. Uno de ellos, de sonrisa afable, se vendía como extrovertido, alegre, simpático y dado a la actividad deportiva. El otro, más circunspecto, ofrecía un bagaje cultural amplio, aficionado a viajar y gran sentido del humor. Por lo menos así se vendían.

 Los observó durante un buen rato; verse obligada a elegir entre ambos se le hacía arduo. Para evitar indecisiones incómodas dentro de la tienda, lo echó a suertes. Al fin y al cabo, los dos eran bien parecidos y llevaba un tiempo quejándose de no vivir en pareja. El vendedor se extrañó bastante ante una decisión tan inmediata. “Suelen demorarse algo más”,   le comentó.  En pocos días recibiría la mercancía.  No lo he dicho, pero echada la moneda al aire, se decantó por el hombre extrovertido. Los dos tenían el mismo precio.

 Los días anteriores a la recepción de la compra, estuvo un tanto ansiosa. Dudaba de haber elegido el adecuado. Quedó satisfecha nada más retirar las bolas de poliespán. Era más atractivo que en el escaparate. Según el libro de instrucciones, llevaba de serie determinadas aplicaciones, pero debía programar un grupo de tareas personales. De esta manera, el sujeto conocería sus aficiones para adaptarse. Introdujo en su disco duro un organigrama de rutinas y gustos para una semana: Por las mañanas desayunaba tostadas de tomate y un café solo. A mediodía solía ir a comer a casa y regresaba del trabajo sobre las seis te de la tarde. Entonces se tomaba un té acompañado de un sandwich de pollo y mostaza. Se acostaba sobre las diez y media, tras comerse una fruta.  Los miércoles y los viernes por la tarde, asistía a clases de yoga y el fin de semana, solía quedar con sus amigos. Como no deseaba que el electrodoméstico alterase su vida privada, optó por desconectar el artefacto esos días a las siete -cuando tenía las clases-, así como los sábados y domingos.

La primera semana todo fue sobre ruedas, la mujer estaba encantada. El hombre atendía solícito sus peticiones, además tenía vida propia: se ejercitaba con las mancuernas y tabla de abdominales antes de prepararle el desayuno. La acompañaba al garaje, le daba un beso y se iba a correr. A la hora de la comida, se encargaba de prepararle el almuerzo que amenizaba con su divertida conversación. Después, se ejercitaba con rutas de montaña en bicicleta. Cuando regresaba del trabajo, la arropaba entre mantas en un rincón del sofá para ir luego a preparar su sándwich de pollo con mostaza. Al anochecer, se sentaba junto a ella y le quitaba, afable, las miguitas de pan de la comisura de los labios. Se sentía feliz. La hora de irse a la cama se le hacía especialmente placentera. Antes de dormir, pelaba con esmero la manzana, pera o mandarina que iba a cenar.  La tomaba en brazos y quedaba acostaba entre mullidos cojines. Era solícito en el amor y la colmaba con creces. Al de quince días, ya estaba dispuesta a presentarlo en sociedad.

Sabía de las críticas que suscitaba la compra de estos juguetes por parte de alguna de sus amistades, así que no dijo nada. Cada vez los hacían más semejantes a los auténticos y era muy difícil –a no ser que fueras un experto- distinguir estas copias de sus originales. Así que, un gélido sábado del mes de diciembre, apareció con el nuevo compañero. Lo llamó Eloy.
Comprobó satisfecha que Eloy suscitaba miradas cargadas de admiración y envidia. Su complexión atlética resultaba llamativa y su don de gentes era notorio. Maika, una de sus amigas, no pudo evitar acercarse y susurrarle:
—¿De dónde lo has sacado, Elena?
A lo que ella contestó con sorna:
—¡Ssshhh!, guárdame el secreto. Estaba de oferta.
Las dos mujeres rieron a carcajadas.

La velada discurrió sin problemas y Eloy resultó ser uno más del grupo. Sin embargo, a eso de las diez y media, el hombre se inquietó: miraba a diestra y siniestra en busca de algo, se revolvía en la silla. Sin tiempo para reaccionar, Elena observó cómo se levantaba y tomaba prestada la naranja que una señora de edad tenía de postre en la mesa de al lado. Acto seguido, cogió un cuchillo para pelar la fruta y ofrecer los gajitos en la boca a su azorada amiga. Su ridículo comportamiento la hizo sentir vergüenza ajena. Aquella costumbre no debería haber traspasado la esfera privada. Intentó, como pudo, aguantar el chaparrón y la mofa de sus compañeros. Por supuesto, Eloy no atendía a más razones que a las de su aplicativo informático y no cejó en su empeño. Elena cerraba la boca o se retiraba. Era en vano; aquella naranja se le hizo eterna. Terminada la escena, la mujer no pudo evitar bajar la cabeza y rascarse la nuca, tras soltar un expiatorio “tiene cada cosa…” mientras salían del restaurante.

Si la escena anterior le resultó desafortunada, la siguiente fue calamitosa. Maika, se colgó del brazo del hombretón de saldo, probablemente para comprobar que aquella musculatura era de carne y hueso. El correspondió con ostensibles caricias en las nalgas, que, dicho sea de paso, no disgustaron a la receptora.

A Elena le dio asco; iba a ser muy difícil fingir lo contrario. Estaba furiosa, aunque sabía que, en contra del pensamiento general, Eloy era inocente. Zaherida por el arqueo de cejas y las miradas de soslayo, tiró del fogoso androide y se fue a casa.  Mientras conducía el coche, ya reparado el daño con intimas caricias, apuntó mentalmente: “reprogramar las salidas de fin de semana”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario