Los
observó durante un buen rato; verse obligada a elegir entre ambos se le hacía
arduo. Para evitar indecisiones incómodas dentro de la tienda, lo echó a
suertes. Al fin y al cabo, los dos eran bien parecidos y llevaba un tiempo
quejándose de no vivir en pareja. El vendedor se extrañó bastante ante una decisión
tan inmediata. “Suelen demorarse algo más”, le comentó. En pocos días recibiría la mercancía. No lo he dicho, pero echada la moneda al aire,
se decantó por el hombre extrovertido. Los dos tenían el mismo precio.
Los
días anteriores a la recepción de la compra, estuvo un tanto ansiosa. Dudaba de
haber elegido el adecuado. Quedó satisfecha nada más retirar las bolas de poliespán.
Era más atractivo que en el escaparate. Según el libro de instrucciones, llevaba
de serie determinadas aplicaciones, pero debía programar un grupo de tareas
personales. De esta manera, el sujeto conocería sus aficiones para adaptarse. Introdujo
en su disco duro un organigrama de rutinas y gustos para una semana: Por las
mañanas desayunaba tostadas de tomate y un café solo. A mediodía solía ir a
comer a casa y regresaba del trabajo sobre las seis te de la tarde. Entonces se
tomaba un té acompañado de un sandwich
de pollo y mostaza. Se acostaba sobre las diez y media, tras comerse una
fruta. Los miércoles y los viernes por
la tarde, asistía a clases de yoga y el fin de semana, solía quedar con sus
amigos. Como no deseaba que el electrodoméstico alterase su vida privada, optó
por desconectar el artefacto esos días a las siete -cuando tenía las clases-,
así como los sábados y domingos.
La
primera semana todo fue sobre ruedas, la mujer estaba encantada. El hombre
atendía solícito sus peticiones, además tenía vida propia: se ejercitaba con
las mancuernas y tabla de abdominales antes de prepararle el desayuno. La
acompañaba al garaje, le daba un beso y se iba a correr. A la hora de la comida,
se encargaba de prepararle el almuerzo que amenizaba con su divertida
conversación. Después, se ejercitaba con rutas de montaña en bicicleta. Cuando
regresaba del trabajo, la arropaba entre mantas en un rincón del sofá para ir
luego a preparar su sándwich de pollo con mostaza. Al anochecer, se sentaba junto
a ella y le quitaba, afable, las miguitas de pan de la comisura de los labios. Se
sentía feliz. La hora de irse a la cama se le hacía especialmente placentera.
Antes de dormir, pelaba con esmero la manzana, pera o mandarina que iba a cenar.
La tomaba en brazos y quedaba acostaba
entre mullidos cojines. Era solícito en el amor y la colmaba con creces. Al de
quince días, ya estaba dispuesta a presentarlo en sociedad.
Sabía
de las críticas que suscitaba la compra de estos juguetes por parte de alguna
de sus amistades, así que no dijo nada. Cada vez los hacían más semejantes a
los auténticos y era muy difícil –a no ser que fueras un experto- distinguir
estas copias de sus originales. Así que, un gélido sábado del mes de diciembre,
apareció con el nuevo compañero. Lo llamó Eloy.
Comprobó
satisfecha que Eloy suscitaba miradas cargadas de admiración y envidia. Su
complexión atlética resultaba llamativa y su don de gentes era notorio. Maika, una
de sus amigas, no pudo evitar acercarse y susurrarle:
—¿De dónde lo has sacado, Elena?
A
lo que ella contestó con sorna:
—¡Ssshhh!, guárdame el secreto. Estaba de oferta.
Las
dos mujeres rieron a carcajadas.
La
velada discurrió sin problemas y Eloy resultó ser uno más del grupo. Sin
embargo, a eso de las diez y media, el hombre se inquietó: miraba a diestra y
siniestra en busca de algo, se revolvía en la silla. Sin tiempo para reaccionar, Elena observó cómo se
levantaba y tomaba prestada la naranja que una señora de edad tenía de postre
en la mesa de al lado. Acto seguido, cogió un cuchillo para pelar la fruta y ofrecer
los gajitos en la boca a su azorada amiga. Su ridículo comportamiento la hizo
sentir vergüenza ajena. Aquella costumbre no debería haber traspasado la esfera
privada. Intentó, como pudo, aguantar el chaparrón y la mofa de sus compañeros.
Por supuesto, Eloy no atendía a más razones que a las de su aplicativo
informático y no cejó en su empeño. Elena cerraba la boca o se retiraba. Era en
vano; aquella naranja se le hizo eterna. Terminada la escena, la mujer no pudo
evitar bajar la cabeza y rascarse la nuca, tras soltar un expiatorio “tiene
cada cosa…” mientras salían del restaurante.
Si
la escena anterior le resultó desafortunada, la siguiente fue calamitosa. Maika,
se colgó del brazo del hombretón de saldo, probablemente para comprobar que
aquella musculatura era de carne y hueso. El correspondió con ostensibles
caricias en las nalgas, que, dicho sea de paso, no disgustaron a la receptora.
A
Elena le dio asco; iba a ser muy difícil fingir lo contrario. Estaba furiosa,
aunque sabía que, en contra del pensamiento general, Eloy era inocente. Zaherida
por el arqueo de cejas y las miradas de soslayo, tiró del fogoso androide y se
fue a casa. Mientras conducía el coche,
ya reparado el daño con intimas caricias, apuntó mentalmente: “reprogramar las
salidas de fin de semana”.
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