"Yo juego con las fantasías de la gente. La gente quiere creer que algo es lo más grande, lo mejor y lo más espectacular. Yo lo llamo hipérbole veraz. Es una forma de exageración inocente y una forma de promoción muy eficaz"
Donald J. Trump
Juan no es ajeno al estado ausente que me invade desde la operación de trasplante coronario que me
salvó la vida. Intento disimular la
extrañeza y la melancolía, pero él me conoce bien. Sabe que algo pasa. Es
verdad, son algo más que efectos colaterales del postoperatorio. A Juan no se
le escapa la nausea contenida al entrar en la carnicería, el olisquear continuo
en cuanto salgo a la calle. Mi aversión a todo lo civilizado.
Y eso que desconoce este sueño recurrente: envuelta a placer
en el lecho hediondo de una cuadra oscura y cálida. Luego despierta el juez
interior y me empapo de un sudor frío, culpable.
La pesadilla se repite a diario, me desequilibra e inquieta. Juan lo nota y se preocupa, intenta
hacerme la vida más amable: elabora planes para el fin de semana, procura, en
definitiva, agitar este espíritu pasivo. Su carácter tenaz, a veces me
incomoda.
Este fin de semana, sin embargo, nos escapamos al campo. Hicimos una parada en la carretera y nada más bajar del coche, comencé a percibir sensaciones
adormecidas en mi inconsciente: la brisa fresca de la dehesa traía olores intensos
a tomillo y romero. Los ojos se cerraban, la dirección de mis pasos era
orquestada por la batuta orientadora de mi nariz. Me puse a cuatro patas, la cabeza pegada al suelo,
olisqueando como un animal. La transformación no estuvo exenta de dolor
pasajero. Bajo una encina divisé a mis congéneres: una piara negra se
arrebolaba en torno a su tronco, y oteado el horizonte, pude ver cientos de piaras
como hordas que descendían por las colinas, de tal modo que el propio montículo
pareciera haber cobrado vida. La mancha era negra, inabarcable y subyugante.
Un
poco avergonzada, imaginaba la cara de Juan al meneo de mis caderas, su
decepción. Sentí el brotar de un apéndice en la parte baja de la columna. Me
reí. El apuro inicial cedió a la despreocupación por lo que pensara el que ya
era mi pretérito amado y continué. Sabía que me esperaban.
Una nebulosa de apariencia frágil colonizó mi cerebro y el tedioso
ejercicio de pensar, que lleva a la preocupación, se me antojó algo accesorio.
Podía vivir sin ello. Era fácil sentir,
trotar, gruñir. Requería poco esfuerzo. Poseída por aquel sentimiento atávico,
todo lo que hasta entonces conformaba mi modo de vida -ordenado y templado- me resultaba superfluo, banal. Tan solo necesitaba formar parte
de aquellos ahora tan parecidos a mí. Ya no era yo, éramos nosotros.
Esa revelación hizo palpitar de modo salvaje el implante que
ahora dominaba la naturaleza racional y humana del cuerpo que lo habitaba. La
piara se extendía como un hongo atómico. Reconfortada por el calor de saberme miembro de la misma tribu,
insalivaba a la vista de la bellota entreverada, jugosa, que se me ofrecía y que trituraba
mansamente.
Uno de ellos, el portador de nuestros sueños, se puso al
frente y nos orientó hacia Juan. Arropada por las orejas que ocultaban mis
ojillos, no miré cuando cayó aplastado y pisoteado por la masa. El olor de la
sangre nos hacía sentir victoriosos y avanzábamos sin temor. No éramos
arrogantes instruidos, acostumbrados a dudar. Nos movía una pasión emocionante. Exigíamos respeto y tolerancia.
Eramos algo grande, fuerte, voraz.
*xenotrasplante (del griego ξένος xenos: 'extranjero'),
heterotrasplante o trasplante heterólogo, es el trasplante de células, tejidos
u órganos de una especie a otra, idealmente entre especies próximas para evitar
rechazo, como de cerdos a humanos.
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