"El fotógrafo saquea preserva, denuncia y consagra a la vez"
Susan Sontag
Una tarde, en la que escuchábamos el discurso del presidente
Rooselvet, mi padre- John Hill- tomó una determinación. Dejaríamos San
Joaquín, nuestra tierra, para movernos a
la costa. La cosecha, sustento de la familia, se había arruinado tras las últimas
lluvias. Y el presidente, con una voz que transmitía esperanza, animaba a
desplazarse a los campamentos de las Farm
Security Administration que se habían constituido para ayudar a los
campesinos con dificultades.
John Hill, fue
uno más de los que escuchaba aquel discurso. A la mañana siguiente, caravanas
de familias enteras con los colchones enrollados en la parte superior de las
camionetas tomaban las carreteras. La larga marcha hacia el Oeste despertó
cierto espíritu de camaradería que disipaba la desgracia. En los descansos, jugábamos
en el río mientras nuestros padres repartían lo poco que tenían entre ellos
para comer bajo el puente de Bakersfield. Desde allí algunos tomaron rutas
diferentes. Nosotros nos dirigimos a Nipomo.
Viajábamos por zonas áridas, mis padres cruzaban miradas de preocupación, temerosos de quedarse sin combustible en medio del desierto de Mojave. Por las noches, mis sueños se adornaban de aplausos y carteles de bienvenida a los campamentos como si aquello fuera a cambiar nuestras vidas.
El primer Farm
Security que visitamos disipó mi sueño.
Junto a los pobres como nosotros, había otro grupo de personas bien
distinto: apuntaban nuestros datos, tomaban notas y fotografías. Dada mi
juventud, no era consciente de lo que hacían; aun así, los miraba con
desconfianza.
A día de hoy, sé que eran instrumentos de propaganda
del gobierno para animar a la clase media blanca urbana y americana a donar fondos para las FSA. Estábamos en desgracia,
era cierto. Sin embargo, las imágenes de niños blancos americanos en la pobreza
surtían su efecto. No tuvieron esa suerte los campesinos negros del sur con los
que compartíamos fatalidad, no raza.
Estuvimos allí un par de meses. Luego, pusimos rumbo a Nipomo, como acordaran
mis padres. Uno de aquellos días, especialmente lluviosos, la camioneta, tal y
como temían, se quedó sin gasolina. Mi padre y dos de mis hermanos fueron
camino del pueblo más cercano, mientras mi madre y mis hermanas preparábamos una
improvisada tienda para guarecernos de la lluvia. Estábamos a escasos metros
del campo de guisantes cuando escuché el traqueteo de una camioneta que se
acercaba y el porte seguro de la mujer que descendía con un artefacto como los
que había visto en otros campamentos.
Es curioso cómo lo que para uno puede ser motivo de
orgullo, para otros sea una exposición pública de la vergüenza. Nosotros lo
vivimos en carne propia aquel día de 1936. La mujer se acercó a mi madre y le
propuso que posara para ella, que era importante dar a conocer a América la
situación en la que se encuentran muchas familias. Mi madre, desconfiaba de
aquella mujer y no quería ser fotografiada. Dorothea -más tarde supe su nombre-
intimidaba con sus gestos decididos y sus palabras amables. Florence -mi madre-
estaba agotada y sin fuerzas para discutir. Tan solo, en un estéril intento de
acotar un par de condiciones, le pidió que no las publicase y que le enviase,
al menos, una copia.
La fotógrafa no cumplió su promesa, aunque he
de decir a su favor, que su reportaje sirvió para dotar de 20.000 dólares al
campamento de Nipomo. Poco después de que nosotros lo hubiéramos abandonado. El
asunto quedó olvidado hasta que un vecino nos enseñó un ejemplar del San Francisco News, que publicaba una de
las tomas. Si la foto la ponía en
evidencia, el titular era indigno ”Raídos, hambrientos y quebrados, los
trabajadores de la cosecha viven en la miseria”.
Mi madre no lloró. Miró la fotografía, azorada y la retiró de su vista. A fuerza de publicarse y publicarse, mi madre la comparaba con una
maldición: si hubiera salido desnuda, no hubiera pasado mayor vergüenza. Durante cuarenta años nadie se preocupó de
conocer la identidad de la Migrant mother
cosa que a la Sra. Lange -en aquel momento ya fallecida- nunca le quitó el sueño. Solo en 1978 el reportero
Emmett Corrigan desveló al mundo la versión de mi madre: “Me gustaría que no
hubiera tomado la foto. No he ganado ni un centavo con ella. Lange nunca
preguntó ni siquiera mi nombre y dijo que no vendería las fotos”. Ella siempre mostró su rechazo a ser fotografiada, su petición no satisfecha, la
humillación que supuso el publicar aquella imagen. Mi nieta la entiende muy
bien.
Quizás marcada por la influencia de aquel momento, y
por cómo afectó a nuestra existencia, soy fotógrafa. También reconocida y laureada.
Aunque solo documento extravagancias de gente adinerada y del cambio climático.
Espero que no se ofendan.
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