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lunes, 16 de diciembre de 2019

El Porvenir

El olor a col cocida desciende por la escalera y provoca el vómito de Elsa, tan sensible ahora. Miro hacia arriba. Está esperándonos junto al quicio de la puerta. Cuando llegamos, un ademán de su mano nos invita a entrar. El piso está cargado de una humedad rancia y sulfurosa que emana de la cocina. Comienza a desbordarse el agua hervida. El hombre, que nos sigue por detrás, entra en la cocina y retira la col del fuego Elsa acerca el pañuelo a la boca. Imposible reprimir la arcada.

 Tomo su hombro y la acompaño por el pasillo. Espero que no haya reparado en las paredes enmohecidas. El anciano nos señala la salita para que entremos: Un tresillo marrón de brocados pasados de moda y un televisor, presiden el cuarto. Apoyado contra la pared, hay un aparador sencillo y sobre él, la foto de la difunta. Elsa y yo nos miramos con desconsuelo. Nos sentamos los tres, encogidos y engullidos por el tresillo. Intento hilvanar una conversación, con poco ánimo. Somos la viva imagen de la pobreza. El hombre, a mi derecha, tiene la cabeza inclinada sobre el pecho; las manos, enlazadas y apresadas entre las piernas. Contemplo por el rabillo del ojo a Elsa, la mirada fija en su vientre. Estoy azorado, a caballo entre la impotencia y la vergüenza de no poder ofrecer otra cosa. Siento que mi rol de protector es una quimera.

Como el rayo de luz que entra por el ventanuco del condenado, mi esposa corta el silencio y comenta lo encantadora que parece la mujer de la fotografía. “Es Elisa, mi mujer” responde el hombre. Me sorprendo ante la semejanza de nombres. Sonreímos. Elsa se interesa más, le pregunta por cómo era ella. El hombre, que se llama Rubén, despierta de su letargo. Comienza su historia. Tan semejante a la nuestra. Los primeros años en un cuarto de alquiler. Los trabajos extra, los días difíciles, los desvelos para ahorrar. El respiro de un pequeño ascenso y la compra del piso. El pago de la hipoteca, la esperanza de unos hijos que no vendrán. El consuelo de los sobrinos. Y un feliz viaje a Cuenca para celebrar cincuenta años de matrimonio. Las pupilas se le dilatan conforme avanza el relato. Sólo la ausencia de un hogar con niños, ha ensombrecido su existencia. Lo echa más en falta ahora, tras el vacío que dejó Elisa.

Mi mujer, acerca la mano del hombre a su apenas incipiente barriga. Le habla de una habitación pintada con cenefas infantiles. El hombre la toma de la mano, se la lleva a un cuartito bien iluminado. Podría ser éste, le responde. Elsa abre los ojos, señala la ventana “aquí unas cortinas con jirafas, ¿no le parece?”. Y la cuna debajo, contesta Rubén. Mi mujer aparca sus mareos y la pertinaz atmósfera de berza se disipa para dar paso a una charla animada: la de la extraña pareja que contemplo con simpatía.

Desde la salita, sigo el ajetreo; la repentina agilidad del viejo, la voz cantarina y soñadora de Elsa, casi olvidada. Poseídos por el entusiasmo, arrastran muebles para calcular mejor el espacio. Continúan su cascada de proyectos: sus gestos son rápidos y cómplices.

Recostado sobre el tresillo, autocomplaciente como un propietario satisfecho de su compra, fijo la mirada en la bombilla solitaria que cuelga del techo, vacía de toda esperanza.  

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