Tomo su hombro y la acompaño por el pasillo.
Espero que no haya reparado en las paredes enmohecidas. El anciano nos señala
la salita para que entremos: Un tresillo marrón de brocados pasados de moda y
un televisor, presiden el cuarto. Apoyado contra la pared, hay un aparador
sencillo y sobre él, la foto de la difunta. Elsa y yo nos miramos con
desconsuelo. Nos sentamos los tres, encogidos y engullidos por el tresillo.
Intento hilvanar una conversación, con poco ánimo. Somos la viva imagen de la
pobreza. El hombre, a mi derecha, tiene la cabeza inclinada sobre el pecho; las
manos, enlazadas y apresadas entre las piernas. Contemplo por el rabillo del
ojo a Elsa, la mirada fija en su vientre. Estoy azorado, a caballo entre la
impotencia y la vergüenza de no poder ofrecer otra cosa. Siento que mi rol de
protector es una quimera.
Como
el rayo de luz que entra por el ventanuco del condenado, mi esposa corta el
silencio y comenta lo encantadora que parece la mujer de la fotografía. “Es
Elisa, mi mujer” responde el hombre. Me sorprendo ante la semejanza de nombres.
Sonreímos. Elsa se interesa más, le pregunta por cómo era ella. El hombre, que
se llama Rubén, despierta de su letargo. Comienza su historia. Tan semejante a
la nuestra. Los primeros años en un cuarto de alquiler. Los trabajos extra, los
días difíciles, los desvelos para ahorrar. El respiro de un pequeño ascenso y
la compra del piso. El pago de la hipoteca, la esperanza de unos hijos que no
vendrán. El consuelo de los sobrinos. Y un feliz viaje a Cuenca para celebrar
cincuenta años de matrimonio. Las pupilas se le dilatan conforme avanza el
relato. Sólo la ausencia de un hogar con niños, ha ensombrecido su existencia. Lo
echa más en falta ahora, tras el vacío que dejó Elisa.
Mi
mujer, acerca la mano del hombre a su apenas incipiente barriga. Le habla de
una habitación pintada con cenefas infantiles. El hombre la toma de la mano, se
la lleva a un cuartito bien iluminado. Podría ser éste, le responde. Elsa abre
los ojos, señala la ventana “aquí unas cortinas con jirafas, ¿no le parece?”. Y
la cuna debajo, contesta Rubén. Mi mujer aparca sus mareos y la pertinaz atmósfera
de berza se disipa para dar paso a una charla animada: la de la extraña pareja
que contemplo con simpatía.
Desde
la salita, sigo el ajetreo; la repentina agilidad del viejo, la voz cantarina y
soñadora de Elsa, casi olvidada. Poseídos por el entusiasmo, arrastran muebles
para calcular mejor el espacio. Continúan su cascada de proyectos: sus gestos
son rápidos y cómplices.
Recostado
sobre el tresillo, autocomplaciente como un propietario satisfecho de su compra,
fijo la mirada en la bombilla solitaria que cuelga del techo, vacía de toda
esperanza.
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