Para asomarme al
mirador, debo pisar la plataforma de cristal. Me acerco intentando disimular mi
aversión a las alturas. Por suerte, el paisaje es abrumador: las barandillas
son el anfiteatro de una cordillera picosa y escarpada tan cercana que parece
que pudiera alargar la mano y acariciar las cumbres. La nieve, que ha
conquistado todo el territorio, intenta sin éxito alcanzar algunas cornisas
cortadas a cuchillo. Bajo la vista con lentitud, me inclino para observar las
laderas nevadas y salpicadas de arbolado inmaculado. Una ráfaga de viento se
inicia allá abajo, agita los árboles y sube hasta la plataforma. El gorro se me
vuela hacia la cima y queda enganchado en un pico. Ondea agitado por el viento
como si fuera una bandera. Nunca podré alcanzarlo. Es ya un objeto perdido.
Comienza la explicación de la guía local que
el resto escucha con atención. Finjo interés, pero estoy distraída: un buitre leonado me roza
en su vuelo y me retiro, asustada. Me pregunto si anda rezagado o pasará aquí el invierno.
El grupo permanece enfrascado en el gran plegamiento de la Era Terciaria y otras curiosidades alpinas. Aunque la nieve amortigua todo sonido, los habitantes dejan su huella palpable de manera que puedo divisar el salto de un conejo albino, camuflado de un modo perfecto si no fuera por un movimiento mortal que aprovecha un zorro hambriento.
El grupo permanece enfrascado en el gran plegamiento de la Era Terciaria y otras curiosidades alpinas. Aunque la nieve amortigua todo sonido, los habitantes dejan su huella palpable de manera que puedo divisar el salto de un conejo albino, camuflado de un modo perfecto si no fuera por un movimiento mortal que aprovecha un zorro hambriento.
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abajo, un esquiador temerario o experimentado, desliza su minúscula figura
zigzagueante por una pista improvisada. El silencio tiene una presencia
inabarcable que es roto de improviso por el ruido cercano de botas y piolets, pero que no llego a ver porque está justo bajo la plataforma.
El sol se cuela entre los picos, un guante de amarillo reflectante que aparece de improviso, se agarra a
la barandilla. Le sigue su compañero y deja ver el casco del cuerpo del alpinista adornado de arneses, argollas y clavos. Le ofrezco mi mano, le ayudo para que pueda subir. Me da las gracias. Tarda unos minutos en recoger las cuerdas. El grupo de
turistas, a los que pertenezco y que está de espaldas, no se ha dado cuenta.
El hombre que ya se aleja con el tintineo metálico de su utillaje, ha d provocado en mi un desasosiego inesperado. Como un desgarro en el lienzo níveo y mortal de este paisaje de invierno.
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