Hace tiempo que
retiramos los espejos en la casa. Solo quedan los imprescindibles. Uno en el
baño y otro más grande en nuestro vestidor. Todo por el bien de Leo. Nunca
imaginé que aquel niño vivaz e inquieto pudiera convertirse en una persona
apocada y huidiza. Pero la naturaleza es
caprichosa y de la misma manera que patitos feos se transforman en cisnes,
patitos hermosos pueden llegar a convertirse en monstruos. De estos cuentos, no
hablan los libros. Así que conforme mi hijo cambiaba, no pudimos recurrir a la
literatura para consolarlo.
Asistimos con pesar, a la extraordinaria
erupción cutánea que colonizó su rostro como el fuego arrasa un secarral. Aquellos
ojos verdes y atentos de la niñez, se entristecieron tras unos párpados caídos.
Los labios encendidos de antaño se replegaron y dejaron como testigo de su
existencia una línea fina e inexpresiva. Y si en algún momento pensamos que por
herencia genética el muchacho llegaría con facilidad al metro ochenta, lo
cierto es que no paso del metro sesenta y cinco.
Leo no era ajeno a aquella cruel metamorfosis.
Era como si, el don de la belleza, que nos fue regalado a mí, a su padre y a su
hermana, se hubiera convertido en un insulto para él. Intentó esconderse tras
un estilo estrafalario y abandonado:
gorras negras, pelos ralos y descuidados delante de la cara, pantalones
raídos y zapatillas caras que desviaran la atención.
Lo malo de los cambios físicos es que afectan
a los psíquicos y provocan reacciones inesperadas. El primer espejo roto, que
yo atribuí a un accidente, fue un aviso.
Después vendrían las fotos del álbum familiar, huérfanas de ojos de la
noche a la mañana. Todo para evitar el foco de las miradas en su rostro. No le
dimos importancia, era lógico que manifestase su malestar. Le recordábamos que
la belleza de las personas reside en el interior, en la nobleza de sus actos
que son, al fin y al cabo, los que se ganan el amor y el respeto de sus semejantes.
No obstante, a Leo le sobraba inteligencia para saber que mis palabras eran huecas y la realidad, tozuda. Su fealdad asombraba. Y la amargura con la que llevaba su desgracia, repelía.
No obstante, a Leo le sobraba inteligencia para saber que mis palabras eran huecas y la realidad, tozuda. Su fealdad asombraba. Y la amargura con la que llevaba su desgracia, repelía.
Se convirtió en un joven viejo, amargado y
ruin. Los pocos amigos con los que contaba, acabaron tirando la toalla.
Producto de aquel cúmulo de circunstancias, compensó la soledad con visitas
diarias a la biblioteca. Al terminar el bachillerato, dejó los estudios y
comenzó a trabajar como vigilante nocturno donde llenaba las horas muertas de lectura.
Le gustaba en particular, una novela de José Saramago. Ajena a las
consecuencias, le alabé el gusto.
Recuerdo el
detonante, la noticia en el periódico que nos dejó estupefactos, pero no reparé
en el significado de aquella sonrisa y el rostro relajado de Leo hasta más
tarde. Ahora que los perros nos guían por el camino, ahora que la belleza es
invisible, ahora que se extiende sobre la faz de la tierra la plaga de la
ceguera, quien todo lo provocó y no lo sufre, es feliz. Y la felicidad de ese
reyezuelo cobarde que nació de mis entrañas, me asusta.
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