La muñeca con los ojos clavados
en el perfil de la que fuera su compañera, parece que tuviera hoy un brillo humano
en la mirada. Sin embargo, el padre que entra para ver cómo está su hija, no se
detiene en juguetes inservibles. Así que
comprueba con el termómetro la fiebre de la niña, la incorpora un poco y le
ayuda a tomar un paracetamol. Le preocupa la sequedad extrema de los labios, la expresión ausente y la falta de energía. A media tarde, cuando la fiebre ataque de
nuevo, llamará al médico, consternado.
La casa se ahoga en una calma
tensa durante días. La madre, cada vez que viene
del trabajo, entabla una conversación de susurros con el padre antes de entrar.
Se sienta junto a la niña, le acaricia la cara, la abraza, le cuenta un cuento.
Tampoco ella reparará en la asombrosa transformación de la muñeca, ahora con
las mejillas rosadas, los labios de un rubí arrebatado y las pestañas negras y
alargadas. La madre, recelosa de aquella extraña muñeca que tenía a su hija
hipnotizada, la hubiera tirado a la basura sin dilación. Pero ahora no puede
más que observar estupefacta el cuerpo de la niña sobre la camilla de la
ambulancia que se la lleva al hospital.
La extraña patología hará estragos esa misma noche.
Eso no lo saben más que la
enferma y su muñeca, feliz de que nadie repare en ella ni se fije en su
repentina lozanía, en su frescura. Es
tal el cambio, que ni siquiera Elisa, la hermana, ha reconocido a la muñeca de
la Primera Comunión. Y se la lleva a su cuarto, un poco resentida de la falta
de atención de sus padres, que acompañan a la moribunda al hospital. La
ocultará como recuerdo de la que fue su hermana, entablará largas conversaciones
con ella, se enfadarán y la desgracia visitará de nuevo la casa.
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