La manera
en que se decía esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me
permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no
obstante, consideraba un requerimiento singularísimo. Mi amigo, al que no veía desde hace años,
habitaba una mansión de estilo georgiano, Aberville House, horadada por enormes
ventanas que de lejos parecían bocas de asombro. Conforme me acercaba noté como
alguien apartaba un visillo de la planta baja y se abría la puerta, jalonada con columnas de mármol veteado.
Recibí el saludo de un mayordomo serio y envarado que me llevó a la biblioteca
donde descansaba el cuerpo enjuto y enfermizo de mi amigo.
Me costó reconocerlo; se habían
borrado el porte atlético y la mirada audaz del que estaba acostumbrado a
pasear de la mano del éxito. Raimond, que así se llamaba, tenía el rostro
demacrado y una delgadez extrema a causa, según me contó, de una extraña
enfermedad que lo había llevado de médico en médico pero con escasos resultados
como se podía ver.
Alargó la mano, una cordillera de venas y huesos, para ofrecerme asiento
a su lado y al de poco rato apareció, la que me dijo era su esposa, Marianne.
La mujer, de singular belleza, pero con la mirada huidiza y sufriente de la
ansiedad, saludó con una inclinación de barbilla e hizo amago de sentarse junto
a nosotros.
El gesto reprobatorio de Raimond la sacó de la sala. Bajé la mirada y me
detuve en los botones de mi camisa, para evitar presenciar la embarazosa
escena. Mi amigo continuó más relajado con su historia: al parecer no tenía
demasiadas esperanzas respecto a su enfermedad, que ya consideraba crónica. Y
recordando la amistad que nos unió siendo estudiantes, pensó que yo podía
ayudarle. Le preocupaba sobre todo el cambio de su mujer conforme iba avanzando
su mal. Me contó el grato consuelo que supuso contar con los cuidados y el amor
solícito de su esposa al conocer el diagnóstico: revisaba los menús diarios a
fin de que se adecuaran a su sensible estómago; una silla de ruedas le permitió
dar largos paseos con ella cuando el tiempo lo permitía y, una vez por semana acudía una masajista para
aliviar su dolor articular. Pero los últimos meses, Marianne evitaba sacarlo a
pasear con excusas anodinas tales como indisposición o jaquecas al principio, e
inesperadas escapadas a la ciudad después. Mi amigo me comentó que Marianne era
la dueña de la casa y contaba con la lealtad del servicio, por lo que no se
fiaba y prefería que yo lo ayudase con sus pesquisas dada su capacidad limitada
en aquellas circunstancias. Así que me
pidió que vigilase de manera discreta las andanzas de su esposa. En esto se
resumía la encomienda que me tenía reservada.
Estuve varios días espiando las rutinas de la esposa pero no advertí
nada señalable. Una de esas mañanas me hice el encontradizo a fin de poder
entablar una conversación con ella. Para mi sorpresa, me contó que su marido,
antes amable y cariñoso, se había vuelto huraño e incluso despótico en sus
exigencias y deshecha en lágrimas me confesó que tanto el cambio de carácter
como la propia enfermedad no era otra cosa que producto de la maldición que
pesaba sobre Aberville House y que llevó a la tumba a varios hombres de la
familia. Marianne, que nunca creyó en aquellas fabulaciones, se sentía ahora
culpable. Volvimos a casa y durante el camino intenté consolarla presentando en
mi discurso numerables argumentos contrarias a todo tipo de supersticiones. Y
que vería las cosas de otra manera, una vez mi amigo se hubiese recuperado. Pasé mi mano
sobre los hombros de la mujer que parecía más aliviada y censuré el deseo de
abrazarla por la amistad que me unía a su marido.
Repetimos varias veces nuestros encuentros en la ciudad. Desaté los
lazos filiales que me limitaban y me lancé a una pasión inesperada e
irracional. Al volver, me reunía en la
biblioteca con Raimond que, arrebatado por la ansiedad y los celos, escuchaba con
atención mi relato inventado sobre la visita a un médico o un café con alguna
amiga misteriosa, a la espera de la traición o engaño que dejaba para el
siguiente coloquio. Pero el tiempo corría en su contra y yo agradecía
secretamente el cerco al que lo sometió la enfermedad hasta acabar con su vida.
Con sentimientos encontrados de alivio y mala conciencia, acompañé a la viuda
enamorada en el sepelio. No tardé en instalarme cómodamente en Aberville House,
con la que en breve se convirtió en esposa. Sin embargo, su carácter apasionado
iba minando mi espíritu poco a poco. No le encontraba explicación: yo era un
joven fuerte y saludable, hasta que un día, en la bodega, encontré el retrato
romántico de una bella mujer que no era otra que Marianne retratada siglos
atrás. Aparecía sentada, con la mirada
fija hacia el espectador, pero lo que más llamó mi atención fue el pequeño
insecto que paseaba sobre su mano. Aquella imagen y el escalofrío que le siguió,
descubrió la naturaleza de mi amada, mantis eterna que se alimentaba de los
humores de sus innumerables esposos.
Comenzando un relato a partir de una frase de Poe, "La Casa Usher"
No hay comentarios:
Publicar un comentario