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lunes, 7 de enero de 2019

Sospecha

Recuerdo que Sabina era la única que practicaba la pesca. Lo cierto es que era única en muchas cosas: la única que trabajaba por las tardes, que tenía coche y por tanto, la única con la que podíamos viajar libremente. A Sabina le encantaba bajar a la playa y derrapar por la orilla con su Dyane seis. 
Un día de esos, se le acercó el misterioso hombre de los prismáticos. Ocupaba un caserón de veraneo desde hacía poco y fisgoneaba apostado en el torreón de la vivienda. No nos gustaba. Sin embargo, Sabina estaba pletórica; la había invitado a un café y habían estado charlando largo tiempo. En contra de nuestra opinión, era un hombre muy agradable. Y le entusiasmaba la pesca. No ocultamos nuestra envidia cuando dijo que la casa, tal y como intuíamos, ofrecía las mejores vistas de los acantilados. Le rogamos que nos dejara acompañarla la próxima vez que volviese, pero mientras se acariciaba la nuca -en un gesto que ahora reconozco de coquetería- hizo oídos sordos. Pasaban los días y Sabina se mostraba cada vez más esquiva. Apenas sacaba su coche y si lo hacía, lo conducía aquel hombre. Bajaba a pescar, pero solo con él. Comenzó a portarse de manera extraña: nos evitaba, no contestaba a nuestras llamadas. Fue doloroso, especialmente para mí. Creía que ella era mi mejor amiga. Pero la suficiencia con la que ahora miraba, me molestaba. Nos fuimos distanciando. Hasta la tarde del accidente. Sabina llamó diciendo que quería hablar conmigo, muerta de miedo. Quedamos en la cafetería de siempre. Estuve esperando casi una hora. No apareció. No llegamos a vernos más: su coche había derrapado y cayó a los acantilados. 
El dia del funeral, entre sollozos y palabras de consuelo, la mirada oblicua del hombre de los prismáticos, me atravesó como un escalofrío.

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