Por segunda vez, tomo la cuarta posición en el concurso de relatos de Bizkaidatz. Esta vez la entrada nos la dio la escritora Begoña Elorrieta Puente con "El alud" . Lo que se me ocurrió a continuación, os lo dejo aquí. Gracias por vuestro tiempo.
Rencor
Y
en un arrebato que a posteriori consideró irracional, cogió el móvil.
“Avalancha. Ponte a salvo”, vaticinaba.
Alzó
la cabeza y contempló la escena con estupor. Por Marc nada podía hacer. Su
cuerpo dibujaba una silueta absurda: las piernas boca arriba, la cabeza vuelta
hacia la espalda y los ojos desencajados. Temblaba de miedo. Se agachó con
cautela junto a Lucía. Mientras retiraba las piedras que aplastaban la chamarra
roja, rezaba
“Que esté viva, por Dios, que esté viva”
Sacó la pala del botiquín de supervivencia y
cavó. Debía destapar todo el cuerpo. para evitar la congelación. Se ayudó con
las manos, pero los guantes se le empapaban y los dedos se le entumecían. La
emoción asomaba en sus ojos , y aquella neblina de irrealidad la impedía
seguir.
“¡Ostia! Así no voy a acabar nunca”.
En
su excavar frenético, algunas puntas heladas salían disparadas y le cayeron en
la espalda como clavos.
“¡Joder,
que vuelve!”.
Las confundió con una réplica.
“Tranquila,
tranquila, vas a acabar paranoica”, se animaba hipando.
Con
el cuerpo libre de placa, vio cómo Lucía tenía uno de los brazos en alto, mientras que con el otro se cubría la boca y las
fosas nasales. Había usado la técnica de la brazada para no hundirse y tapado
la boca para no tragar nieve.
Andrea
comprobó que respiraba. Se arrodilló junto a ella y le habló.
—Estoy contigo, Lucía ¿me oyes? No
te preocupes —le susurró—, la montaña te ha salvado. Aguanta.
Hurgaba
en el botiquín para extraer la manta térmica. Un tiempo después, el tableteo
del helicóptero le confirmó que habían localizado su posición.
Nada
más ver al equipo de rescate, se derrumbó.
—
¡Ha sido horrible!, hay más …una docena….un muerto.
—Tranquila,
vamos a intentar localizarlos. Quédate aquí, y no la muevas. Puede tener una
contusión cerebral.
Iban
alineados, concentrados en picar el terreno con las sondas. Una tropezó con
algo rígido.
—¡Aquí, aquí!
Encontraron
a Tomé y a uno de los excursionistas. Andrea, pegada junto a Lucía, no dejaba
de consultar el reloj. Sabía que la probabilidad de encontrar vida en un alud
tras quince minutos era prácticamente nula.
—¿Ninguno portaba dispositivos
ARVA?— preguntó uno de los miembros del equipo—. Veo
que tú y la otra chica los utilizáis.
—No. Son bastante temerarios
—respondió mientras contemplaba de reojo la reanimación de Tomé.
—Entiendo. Sin el localizador...
Llevamos más de veinte minutos y el sol se está ocultando. Hay que dar por
finalizado el rescate.
—¿Podéis intentar otro rastreo con las sondas?
Andrea
se negaba a aceptar aquel naufragio
—Es inútil, no te aflijas. Lo has
hecho muy bien —el agente le palmeó el hombro con
afecto.
Andrea
bajó la vista desde el helicóptero. El manto suave y plácido, ya compactado, se
había transformado en lápida funeraria para aquellos desgraciados. Con la cara
pegada al cristal de la cabina, devorada por el horror del alud pensó en cómo
reaccionaría su amiga al conocer la tragedia. Si no la intuía ya.
*******
“Aguanta, Lucía, tan
solo serán los primeros pasos, después ya verás, te encantará pasear por el
bosque de noche.” Los recuerdos la asaltaban como fogonazos en el hospital. Los
paseos nocturnos con su madre prendieron la llama de la pasión por las
montañas, pero también su desconfianza a todo lo civilizado. Salían en cuanto
se ponía el sol, cogían los frontales o las linternas y se adentraban en el
sendero. Cuando había luna llena, los reflejos otorgaban un brillo metálico al
bosque y el valle parecía un cuenco plateado.
Una noche, su madre apagó la linterna y ella tembló.
“Aguanta solo un poquito así. Ahora regresaremos sin luz. Cuando todo está
oscuro y no podemos ver, el resto de los sentidos se agudizan. Conocerás el
nombre del viento que agita los pinos. El aleteo del murciélago te indicará la
cercanía de la Cueva Negra. Localizarás cada piedra y cada arbusto. Solo
Escuchar. Solo tocar. Solo olfatear. Caminarás a ciegas sabiendo por dónde vas.
Hundirás tus pies descalzos y sentirás el pálpito de la tierra. Y en el monte
encontrarás a tu padre protector; te dará pistas y las sabrás descifrar “.
Aquellas palabras serenas pero firmes le permitían avanzar segura, empezaba a
comprender el lenguaje del bosque. En invierno, escalaban por taludes helados.
“Sujeta bien los crampones. El hielo se transforma y se volverá resbaladizo a
la tarde” o “Nunca te separes de tu piolet, Lucía. Sin él estás perdida”.
En pocos meses ya trazaba vías alternativas.
Incluso ascendía por la Cola de Caballo. La madre observó que la niña contaba
con unas aptitudes innatas, una resistencia inusual para su edad. “Confía en tu
instinto, ahora que has aprendido tanto”, le aconsejaba.
De
cada nueva ruta, traía algún guijarro del camino y, al llegar a casa, los
clasificaba e identificaba con la zona de origen.
“A
lo mejor de mayor te conviertes en una experta geóloga”, aplaudía su madre.
“No,
mamá, exploraré picos y valles, nadaré entre ríos y lagos helados. Ascenderé
cordilleras. Es lo que quiero ser de mayor. Como el señor de las fotos”.
El
“señor de las fotos” era el protagonista de todas las historias que su madre le
contaba. Las fotografías estaban guardadas en una caja de hojalata. A la hora
de irse a dormir, Lucía sacaba una al azar y comenzaba un nuevo relato.
“Si
eso te hace feliz, lo harás. Tienes determinación, Lucía. Lograrás lo que te
propongas, estoy segura”.
Su
madre aprovechó aquella declaración vocacional temprana para confesar. “Y no le
llames señor, era tu padre. O en un tiempo lo fue. A veces la vida nos hace
tomar caminos diferentes que nos separan. En todo caso, llámale señor de las
montañas, siempre andaba en alguna. Pero tenía mala memoria y eso para un
alpinista, es mortal.”
*******
Tumbada en la cama del hospital, con una
canícula de recuerdos en la cabeza, se esforzaba por interpretar el sonido de
pitidos mecánicos y pasos apresurados, tan ajenos a ella. Le costó enlazarlo
con la palabra de ánimo de Andrea. “Aguanta”. Constató que su respiración era
rítmica y acompasada; los latidos del corazón, vigorosos.
No corría peligro, pero un lastre plomizo le oprimía el pecho. Entreabrió los
ojos para encontrarse con los de la fotógrafa.
—¿Estás bien? —Andrea intentó
camuflar su tristeza en una sonrisa.
—No tenía que haber vuelto, soy una
ingenua
—Olvídate de eso, lo importante es
que te vas recuperar.
—Al menos, tú te has librado. Los
demás… ¿Están vivos?
Andrea torció la cabeza hacía la
ventana. Aborrecía portar malas noticias.
—Solo hay dos para contarlo. Pero ya
te lo imaginabas, ¿verdad?
—Sí —el hilo de voz camuflaba un
desgarro interior—. Tomé y un cliente que le
acompañaba, estoy segura. No me digas por qué, pero me hicieron caso y se
deslizaron a tiempo hacia un lateral.
Lucía
revivió lo que pasó su madre: primero, un extraño polvo de nieve punzante que
bajaba como una niebla;
después, el rugir junto
con la bofetada helada abrasándole la
piel.Y al final, el siseo de millones de canicas que se alejaban.
—Pensé que el alud me iba a destrozar y
nadé, nadé con todas mis fuerzas hasta que algo me empujó y me sacó de allí.
Las
sienes le palpitaban, apenas podía abrir los ojos por el dolor, y la primera avalancha, la que provocó la huida
cuando era una cría, volvía con fuerza, y aplastaba el resto de pensamientos.
—Es como una maldición. Sigue aquí
—y golpeó su frente con el dedo índice—, quizás
sea verdad, quizás arrastre conmigo la mala suerte.
—No digas tonterías. Ahora es
distinto, Lucía. Lo he grabado todo. Y lo incluiré en el reportaje. Los
chascarrillos no les servirán. Solo un par de locos pueden organizar una salida
con riesgo alto de avalanchas, ¿quién se atreverá a culparte?
Andrea
iba a conocer a los vecinos, reacios a cualquier novedad que alterase sus
convicciones. El alud se había encargado de desempolvar viejas supersticiones.
El hostal, convertido en epicentro de la desgracia, era a la vez el lugar donde
las cornejas se agrupaban, ávidas de protagonismo.
—Solo se han salvado Tomé y un
turista. ¡Vaya ruina! Ahora que empezábamos a salir del hoyo con la fiebre
montañera. Es esa maldita india, la hija —comentaba una de ellas—. Yo la daba por muerta. Pero cuando la vi escalar
entre el hielo como un rayo, me acordé. No había duda. Era ella. La última de
su estirpe.
Las
dos ancianas disfrutaban con los vecinos agolpados a su alrededor, deseosos de
un chisme que llevarse a la boca. Vivían su momento de gloria y no lo iban a
desaprovechar, si tenían que adornar la historia, no lo dudarían.
—Eran los últimos de una tribu de
las montañas del norte. Llegaron cuando
la hija era un bebé y apenas se relacionaban con los demás. Se instalaron en la
casa más apartada del pueblo. Después, el hombre se marchó o las abandonó,
cualquiera sabe. Ni nos atrevíamos a preguntar— la corneja tomó un sorbo de
agua y prosiguió.
—Ella siempre andaba metida en el
bosque, buscando hierbas, escalando montes y con la niña a cuestas. Bajaba a
comprar lo justo. Necesitaba pocas cosas, decía. Pero nos hubiera dado igual si
no hubiera sido por aquel día, hace treinta años.
La
otra vecina tomó el relevo.
—Fue una noche de invierno, lo
recuerdo bien. La madre bajó a la taberna y preguntó por ella. Estaba muy
preocupada, era una niña solitaria. Podría perderse. La tranquilizamos,
haríamos una batida y daríamos con ella. Al escucharlo, se puso hecha una
fiera. Dijo no sé qué de la capa de nieve cuajada por el frío. Insistía en que era mejor esperar. Pero los
hombres fueron a buscarla.
Poco
a poco, el círculo de curiosos se iba estrechando en torno a ellas.
—Escalaban por la cornisa norte de Pico Mayor.
Uno de ellos la vio sentada en lo alto de un risco, intentado abrazar a la luna
llena. Comenzó a gritar para que no se acercasen o provocaría un alud.
Espoleadas
por el público, que escuchaba atento, exageraban sus comentarios, sus gestos.
Una de ellas, la más dolida, se acaloró.
—¡Y vaya si lo provocó!, ¡puñetera
india! —exclamaba—. Si llegamos
a saber que estaba viva, le hubiéramos retorcido el cuello con nuestras propias
manos. Nos dejó viudas a todas.
Las
urracas no esperaban su vuelta camuflada de alpinista, la creían sepultada con
los demás bajo las cruces que recordaban a los ausentes en un barranco. La
pequeña salvaje hipnotizada por la luna en lo alto de un risco. La madre
provocadora de aludes. La caja de Pandora. El ambiente de la pensión se iba
caldeando. Cada cual añadía una nueva pincelada al cuadro, daba su versión de
los hechos, apuntaba detalles.
—Y ahora esto. Pobre Marc, hubiera sido el mejor guía de
montaña de la comarca —se lamentaba una de las viejas—.
Tomé no pudo salvarlo, pero sí a la otra. Manda narices. Lo provoca y sale
ilesa. De tal palo…
El
relato se agigantaba tejido con los mimbres de la calumnia. Era como si la
aldea, suspendida en la gélida atmósfera de aquel recuerdo, cobrara vida con el
nuevo alud. Como si lo sucedido a lo largo de los años fuera una nebulosa
irreal y pesada de esas que provoca la altitud en los alpinistas. Aquel pueblo,
el último del valle, bien podía haber adoptado el nombre de Rencor.
—De cualquier modo, también os ha
venido bien su vuelta, ¿no? Os ha traído
mucha gente que deja su dinero aquí. Y bien que lo habéis aprovechado. Lástima
que vuestro orgullo os impida aprender nada. Pero no os preocupéis, salvo por
vosotros, los aludes se olvidan enseguida—mintió.
Andrea
había irrumpido furiosa en la salita del hostal. Ya estaba dispuesta a cerrar
la puerta del salón cuando retrocedió.
—Y, por cierto, Tomé no salvó a
nadie.
Aunque percibió el fulgor de ira,
las cornejas enmudecieron y algunos pajarracos se sonrojaron. El sonido del
portazo acabó con la conversación.
Andrea
regresó a su cuarto y se dejó caer en la cama. Se había despachado a gusto,
había liberado la tensión de aquellos días agitados por la salud de Lucía, las
víctimas y el permanente recuerdo del alud que la engullía. Disfrazaba su
angustia con arrojo, pero se hundía en sueños alambicados. Noche tras noche, la
oscuridad se le venía encima y la nieve la ahogaba. Despertaba envuelta en
sudor y tenía que esperar unos minutos hasta que los miembros le respondían. Ni
siquiera podía articular palabra.
Esta
vez quería centrarse en el trabajo. Las circunstancias habían modificado el
proyecto y requería de otro montaje. Separó algunos fotogramas del vídeo que
recogían la discusión —aunque no se oía nada, el lenguaje no verbal lo
explicaba todo— y mantuvo la espectacular avalancha. Llegó a la escena de las
víctimas arrastradas y sepultadas por la ladera. La retuvo unos momentos.
Aquella imagen le causaba sentimientos de culpa ¿era lícito publicarla?,
¿estaba por encima concienciar sobre los riesgos de una marcha sin
precauciones? Escogió la segunda opción.
Al día siguiente, regresó al hospital. Necesitaba
conocer la versión de Lucía.
—No debes provocarlos, Andrea. Los
conozco bien, son unas alimañas.
—Lo único que veo es gentuza
atrapada en el tiempo. Pero, ¿qué demonios ocurrió hace treinta años?
Lucía
miraba el techo, blanco y reluciente, sumergida en la pequeña grieta que lo
cruzaba en diagonal, una brecha helada que intentaba en vano sortear. En el
avance, el piolet caía en las profundidades de un azul glaciar y la dejaba
indefensa, incapacitada para continuar. Cerró los ojos para espantar aquella
imagen. Giró el rostro hacia Andrea y presa de una inesperada locuacidad,
comenzó su historia:
—Fueron ellos, no mi madre. Los
vecinos dijeron que saldrían a buscarme. Ella sabía que no me perdía en el
bosque. Tan solo comentó que me obsesionaba la montaña. Pero decidieron subir.
En
el pueblo nadie entendía su modo de educar. Les parecía cruel. Tampoco creían
que la niña fuera capaz de desenvolverse en la montaña. Se organizaron para
buscarla en contra del criterio de la madre, sorprendida al verlos ascender por
la cara norte. La reciente nevada podría ocasionar deslizamientos. Lo dijo, lo
repitió y no la escucharon.
—Tal
vez fuera su manera de demostrar que conocían la cordillera —argumentó Andrea—, es difícil aceptar el
conocimiento de una “intrusa”. A lo mejor, su experiencia les ofendía.
—Y estaba el asunto de las piedras.
Ahí entraba yo. Ya conoces mi costumbre de llevarme una en cada marcha —Lucía
tomó aire y prosiguió—. Puedes encontrar
alguna cuyo valor desconozcas. Eso pasó con las de la Cueva Negra. Tenían
incrustaciones doradas.
—La fiebre del oro… —farfulló Andrea.
Lucía
rememoraba el día que se deslizó por una fisura estrecha de la Cueva Negra, la
de los murciélagos. Encendió su frontal y encontró una veta brillante y dorada
atravesada por una piedra de granito. Como un rayo. No le costó mucho rascar y
desprender algunos guijarros. Los llevó a la escuela.
—Mi madre me avisó. “El oro fascina,
desnorta y enfrenta a los hombres”, decía. “Además, el lugar es peligroso. No quiero
que vuelvas.” Me lo advirtió.
La
profesora confirmó que era un pedazo de granito con incrustaciones de oro. No
era de gran valor, pero todo se magnificó. Los vecinos la buscaban e
interrogaban, uno la llegó a coger del brazo para que le guiase hasta la gruta.
Consiguió zafarse y salir corriendo. Evitaba bajar al pueblo y se pasaba el día
sorteando cornisas y barrancos. El día de la taberna tuvieron la excusa
perfecta.
—No querían buscarte, querían que
los llevases a la Cueva Negra…
—Exacto. Aquella noche había luna
llena. Escalaban por una cornisa que no tardaría en ceder.
La
placa crujiente y quebradiza se deslizaba ante sus ojos. Agitó los brazos para
que no continuaran, pero no hicieron caso. En cuanto Lucía vio la lluvia de
nieve, esa brisa helada que lo anticipa todo, gritó con todas sus fuerzas.
Gritó de desesperación, de impotencia y de miedo. Porque su madre, como ella
treinta años más tarde, los perseguía para que desistieran. Y, como a su madre, la nieve se la tragó. Volvió a
gritar porque temía perderla. Y por fortuna, se salvó. Como ella treinta años
más tarde. Salió empujada por el alud, dando vueltas de campana. La niña bajó
corriendo, por la cara sur y su madre la abrazó. Ni siquiera se limpió las
heridas cuando llegaron a casa. Preparó una maleta, cubrió a la pequeña con una
manta para que no se congelase y arrancó el coche.
—Sabía el rechazo que provocaba en
el pueblo y huyó —Andrea intervino—. Todos
os culpan por el accidente. Os hubieran molido a palos.
—A pocos kilómetros, paró el coche y
se desplomó. Yo sabía que los hombres no tenían ningún interés en mí.
Lucía
revivió la conversación en el coche, nítida como la luna que las alumbraba
entonces. “No han venido a salvarme, mamá. Querían esto”. Alargó su mano para mostrarle la piedra con la veta
reluciente. “No buscaban otra cosa, nos aborrecen.” En aquel instante, la madre entendió. Los vecinos no eran tan
imprudentes como para subir por aquel flanco de la montaña. Se habían cegado.
Cuando su hija le enseñó las piedras, dejó de llorar.
Lucía
acabó su relato, exhausta.
—No te esfuerces más, descansa.
Volveré mañana. Me queda poco para terminar el documental —Andrea le guiñó un
ojo y salió.
Sola
en la habitación, regresaban la migraña y el sueño gris e hipnótico. Frases
entremezcladas: “Aleja tu desgracia, gafe”, “Mañana subiremos a la Cola de Caballo.”
Pesadillas recurrentes: cadáveres congelados bailando en las laderas, cuerdas
enredadas en los crampones cobrando vida. Un alpinista con la barba
cristalizada llamándola hija. Y de nuevo, frases
inconexas saliendo de la boca del hombre barbudo: “Volveré a casa”, o de la
suya: “Yo también, me han olvidado”. Aquella
convalecencia la asaltaba con incertidumbres y preguntas. ¿Buscaba en cada ascenso a su padre? Quizás pretendía
encontrarlo, quizás quisiera escapar de aquel alud. Enganchó ese pensamiento
como un mosquetón a la cuerda, hasta quedarse dormida.
No
muy lejos de allí, en el pueblo, otro joven se revolvía en circunstancias
parecidas: imágenes surrealistas en las que Marc, convertido en una carcajada
lúgubre gritaba: “¡Jodido Tomeeee!, ¡salvado por la puta indiaaaa!,¡jajajaaaaaa!
¡Quién te lo iba a decir!, ¡la puta india! ¡Jajajaja!, ¡jajajaa!
Una
mezcla de remordimiento y rabia lo mantenían sumido en un abismo. Rapelaba con
las cuerdas deshilachadas y sin asidero. Lejos de reconocer su responsabilidad,
barajaba la posibilidad de salvarse con una llamada.
Lucía
se alegró de ver a Andrea el día que le dieron el alta hospitalaria un mes más
tarde
—¿A
que no adivinas con quién he hablado? ¡Con la productora! Ya tienen fecha para
el estreno.
—¡Qué buena noticia, Andrea!
—Pero
lo más increíble es que me ha llamado Tomé.
—Se
habrá comido su orgullo. Ya sabes, es obstinado. Lo vi claro arriba, cuando se
me enfrentaron.
—Lo
han demandado y quiere que declare a favor en caso de que hubiese un juicio. Es
un capullo.
—Eso
puede empeorar las cosas para el pueblo y para él —apostilló Lucía.
—El pueblo, el pueblo. A Tomé lo han
absuelto. Por ti, ni preguntan —Andrea se odió por aquel ataque de sinceridad.
Retomó la conversación.
—Tu
carga debe desaparecer ya —Andrea rompió el hielo—, ¿todavía
piensas que debes algo a esa gente?
El
alud no solo cambió el reportaje, sino también la actitud de Tomé con respecto
a la escalada. Ahora que venían mal dadas, tomaba precauciones. Jamás se
disculpó, ni agradeció. Andrea envió su documental y tres meses después con
Lucía recuperada, acudieron al estreno. El tirón de las dos escaladoras, muy
conocidas entre los aficionados al alpinismo, llenó la sala. En una de las
butacas, traseras, seguro de pasar desapercibido, se camuflaba Tomé. Meses
después una sentencia lo mantuvo lejos del alpinismo durante varios años.
—Ha sido genial, Andrea. He tenido
que apartar la vista en la secuencia del alud, pero no me ha dolido. Mañana
ascenderemos por la Cola de Caballo. Lo tenemos pendiente y quiero enseñarte
algo.
— Tal vez sea demasiado pronto, Lucía.
—En absoluto. Estoy lista.
Iniciaron
la subida al amanecer. Lucía picaba con vigor sobre el hielo, como si toda la
fuerza de la naturaleza se concentrara en cada gesto. Pero tenía que parar.
Todavía no contaba con la fuerza suficiente. Las escaleras iban tomando forma por
la lengua helada. Andrea le seguía los talones, hasta que alcanzaron la base
del magnífico circo.
—¿Estás bien? ¿Descansamos?
—No hace falta. Bebamos un trago de
agua y continuemos. Queda poco.
Cuando
hollaron la cumbre, la panorámica que se desplegó ante sus ojos las emocionó. A
sus espaldas, una cordillera de picos nevados flanqueaba el circo. En la parte
oriental de aquel anfiteatro, la cascada helada había tomado el aspecto de una
mancha sucia y deforme. Pronto comenzaría el deshielo. Más abajo, se podía
divisar un pequeño lago encajado entre montes salpicados de coníferas. Y en la
cota inferior, el sol jugaba con las tonalidades verdes de la cañada. Lucía
señaló su casa, una mota gris en aquel encuadre magnífico.
—¿La vas a reclamar ahora?
—No. Me gusta verla así. Abandonada
pero respetada. Además, me voy a marchar. Mi presencia aquí ya no tiene
sentido. Me evitan. No te dije las verdaderas razones de mi vuelta, ¿verdad?
—Desembucha, Lucía. Eres todo un
misterio —Andrea meneó la cabeza, burlona.
—Mamá quería que esparciera sus
cenizas por aquí. Mi intención era hacerlo y marcharme.
Lucía
tenía la imagen fijada en la retina. Subió y sacudió la caja de las cenizas al
primer golpe de viento. La estela gris se elevaba hasta la cima de Pico Mayor.
Imaginó a su madre como un águila que desplegaba sus alas y volaba libre.
Aspiró el aroma de la resina de los abetos, de la flor de árnica y algo tiró de
ella. Una voz cálida y persuasiva que le decía “quédate, quédate”. Habían
pasado los meses, no la habían reconocido, podría trabajar en lo que más le
gustaba. Pero todo se desbarató de nuevo.
—Cumplí mi promesa y me quedé más de
la cuenta. Eso es todo. Ahora tengo otra necesidad. Debo buscar el cuerpo
congelado de mi padre. Probablemente
esté colgado de alguna cresta, en la cara noroeste del Meru. A lo mejor lo
encuentro.
—Estás obsesionada, Lucía, ¿tienes
otra necesidad? Siempre es la misma. Ansiamos subir, ver lo que se siente aquí
arriba. Por orgullo, como los del valle. Por la hipnótica atracción de la
montaña que nos desafía. No somos tan distintas. Necesitamos ocultar nuestras
debilidades, demostrarnos fortaleza, sentirnos libres y poderosas.
—Cierto. Pero también amamos esta
belleza. Su paz.
Las
dos mujeres, sentadas en la cumbre, observaban el zigzagueo de un esquiador
para sortear el pinar.
—¿Sabes? Este paisaje está
contaminado.
Pensó en sus montañas como un refugio. Le
daban el aplomo que le faltaba entre la gente, pero no encontró aquello por lo
que un día decidió regresar y quedarse: la pureza del hogar que la vio nacer.
—Sinceramente, Lucía. El golpe te ha
afectado la cabeza.
—En serio, la belleza de este lugar
es efímera y engañosa. Prometedora y mortal como los secretos de la Cueva
Negra.
—Al final va a ser verdad que eres
un poco gafe.
Descendieron
con el tintineo de los arneses a sus espaldas. Abajo, en el último pueblo del
valle, la estampa de las casitas iluminadas y el humo que subía por las
chimeneas semejaba el espejismo de un hogar reconfortante y protector.