Hoy se me ha ocurrido desempolvar el blog (dos años sin colgar nada...) y traer a la memoria la buena suerte que tuve el año pasado al quedar cuarta en el concurso literario de la Diputación Foral de Bizkaia. Se trata de continuar la historia de un escritor. El concurso es curioso porque te aporta la puntuación conseguida respecto a calidad literaria, creatividad y concordancia con la historia. Os dejo el pie común que aportó en este caso Mikel Alvira y que podéis leer en el siguiente enlace, clicando en Los imperfectos. Aquí os dejo la continuación de mi propuesta. Son unos cuantos folios. Para pacientes 😜
Aquel
verano se convirtió en la grieta oculta en algún pilar de la armoniosa
arquitectura del palacio o, tal vez,
en su razón de ser. Aquel verano imperfecto, los convirtió en cómplices del
secreto revelado por Alba, la mujer minimalista y distante de gafas oscuras que
odiaba los números decimales y los zapatos sin alinear. Alba, que escuchaba en
la radio “Stormy weather” antes de salir del coche como si fuera la mismísima Mónica
Bellucci. Alba, que usaba la afectación para envolverse en misterio. Pero,
¿había en ella misterio? Quizás, tan solo aquel secreto expandido con su aleteo
de mariposa intrigante. O tal
vez fuera ella la guardiana de los enigmas de la casa, la portadora de
la llave que daba entrada a la cancela.
—¡Vais
a acabar con mi paciencia, queridas primas! Sabéis de sobra que odio la
impuntualidad. Tú también tarde.
—Tienes
razón. Soy impuntual, pero eficiente. Como imaginaba, ninguno habéis pasado por
la casa del guarda.
Alba se abrazó a su primo con
afecto. En su mano derecha colgaba el manojo de llaves del palacio.
—Lirio,
sabes de sobra que nuestra prima se ocupa de enarbolar las
cuestiones importantes. ¿Cómo estás?
—Perfectamente,
pero, ¿desde cuándo hablas así, Aurora? —Besó a su
prima con delicadeza, sin apenas rozar las mejillas.
Lirio
soltó una carcajada.
—Tranquila.
Está empeñada en burlarse de mí o sacarme de quicio, o las dos cosas. ¡Mannaggia Alba, abre de una vez! Está refrescando.
Estoy deseando entrar.
—Por
el amor de Dios, Lirio. No te recordaba tan grosero. Por cierto, el coche es
precioso. Te va como un guante.
––Algún día conduciré desde
Castagneto Carducci hasta Innsbruck con este Cabriolet, pero ahora solo
necesito que abras la puerta.
Alba introdujo la llave en la
cerradura oxidada. La verja de filigrana cedió tras un par de forcejeos. Como si fuera reacia a la entrada de los
primos, como si quisiera ahuyentarlos de la finca. Los tres se miraron antes de
cruzar el umbral y acompasaron el paso por la gravilla que crujía, igual que
los recuerdos en su interior.
—Un,
dos, tres, ¿recordáis el juego?
—¡Pollito
inglés! Claro que sí. Siempre perdía Alba.
Pero Alba no lo oyó. Su pensamiento se
extraviaba o se perdía más allá de los cipreses, en el invernadero de orquídeas
de la abuela del que solo quedaba un
rastro de cristales enmohecidos cubiertos de tierra y hojarasca. Aquella ruina
contrastaba con los setos de alrededor, podados con mimo. Una mariposa se cruzó
en el camino, como las miradas de Lirio y Alba. Ambos recordaron el mismo
lugar, la misma caja de insectos y el secreto revelado. Para entonces, Aurora
ya había acelerado el paso y los esperaba en el arco de entrada a la casa.
—¡Fijaos!,
todavía está nuestro anagrama.
Aurora señaló la pared junto a la
puerta. Unas letras mayúsculas irregulares, de trazo infantil, formaban el palíndromo
“ALA”.
—Creo
que lo escribimos antes de marcharnos. El último año que vinimos a la casa.
***
La
finca era fruto de la audacia de un hombre que, con solo treinta años, volvió
de América convertido en un rico indiano. Y esas credenciales, junto con un
brillante de pedida de tamaño considerable, bastaron como pasaporte a sus
intenciones. Construyó un magnífico
palacete y destinó la rancia casona de los Gayarre a caballerizas. De la
antigua casa solo se conservó el escudo blasonado; lo nuevo se convertía en
linaje para continuar la saga. Así lo pensó el marqués, convencido en su lecho de muerte de que dejaba su legado y su única hija en
buenas manos. El palacio ocupaba una extensa finca con
fértiles terrenos de pasto para el ganado, incluso un pequeño bosque que
abastecía de leña a la casa. Un bello torreón circular, con
grandes ventanales enmarcados en columnas, era lo más grandilocuente de la casa.
Y una cubierta de tejas al
estilo de Borgoña emitía destellos irisados que permitían divisar la casa a
kilómetros de distancia. El palacio era,
en definitiva, el envoltorio en el que se desarrollarían sus vidas.
—Todo
está cambiado y es mucho más pequeño de lo
que imaginaba.
—Es
cierto, Aurora. La escalera me parecía interminable.
—¡Diantre,
está horrible! ¡La decoración es espantosa! Tened cuidado con los escalones. Y
pensar que adoraba todo lo que había en ella… No soporto estas manchas
de humedad y estos horribles desconchones de la pared. ¡Son un ultraje a mi
infancia!
Cuando
la desgracia se cierne sobre algo, rara vez desaprovecha la ocasión de pegarle
una última dentellada. A la derecha de la escalera, en la oscuridad del salón, se distinguían unos sillones de cuero
destripados y unas cortinas raídas, desparramadas
por el suelo. Lirio abrió una a una las contraventanas y, como en toda ruina espléndida, un haz de luz les permitió deleitarse en la altura de los
techos, en la escalera central labrada y en el magnífico cuadro que la
coronaba. Aurora no pudo reprimir una exclamación:
—¡Hostia,
la abuela sigue imponiendo!
El
retrato estaba inspirado en el de Santa Casilda de Zurbarán. El rostro de la
abuela estaba escasamente iluminado y miraba al frente, altiva, con una
rectitud de plomada. No obstante, su semblante era cálido. Aún no tenía el
rictus apretado que los tres recordaban. Sujetaba con sus manos el vestido de
seda salvaje, como en el retrato de la santa, y mostraba en su regazo tres
orquídeas.
***
Las
orquídeas, aunque monocotiledóneas y, por tanto, complejas, no dejan de ser
flores.
Elegantes,
bellas y sofisticadas, pero flores, que fuera de su hábitat sobreviven a duras penas.
Quizás por ello la abuela las amaba. Quién sabe si el invernadero de orquídeas
consumaba sus aspiraciones de orden y perfección. Tal vez, la frustración por los hijos que tardaron en
llegar se aliviaba allí. O tal vez, tras salir del invernadero y ver a Berta
conversando con una joven, pensó en tener hijos y cuidarlos con igual devoción
que a sus orquídeas. Vinieron tres. Dos preciosas niñas y un niño. La
perfección.
—Berta,
ayúdame con Ricardo. Tiene una fiebre altísima
Los
niños no eran como las orquídeas.
—Tendrán
que ir a un internado cuanto antes. Aquí no aprenderán nada. Salvo rudezas.
Los
adolescentes no eran como las orquídeas.
—Berta,
esta hija me lleva a la tumba, ¡Se ha casado con un italiano, sin consultarme!
Los
adultos no eran como las orquídeas
***
Dejaron
atrás el cuadro y continuaron por el pasillo, hacia la habitación de la abuela
en el torreón a la que los nietos tenían vedada la entrada y que ahora se
disponían a inspeccionar. Abrir la puerta fue como viajar en el tiempo. Los
tres sintieron
el alma de Doña Casilda de Gayarre, fría y afilada como una estalactita.
Y recordaron aquel carácter implacable, poco dado al esfuerzo de cambiar de
opinión. Sin interés por nada que no fuera lo que ocurría en los límites de su
territorio. En
aquella estancia, entre doseles carcomidos y tocadores vestidos de telas
de araña, la proporción no había menguado, sino todo lo contrario. Los tres
se asomaron al inmenso ventanal a disfrutar de la vista de los acantilados. Los
tres, en su imaginario, volvieron a corretear por la finca. Desde allí contemplaron el
escenario de su infancia, su perfecto salón de juegos.
—¡Joder
con las vistas!, ¡nunca nos las enseñó!
¿O quizás a ti sí, Alba? Siempre fuiste su favorita.
—Jamás.
Intenté colarme varias veces, pero me tenía calada. En cuanto me acercaba, aparecía.
Y me decía aquello de…
—“Los
niños no deben curiosear en los asuntos de mayores” corearon los tres.
—Estaba
obsesionada con que fuéramos unos perfectos señoritos dignos de presentarse en
sociedad —Lirio terminó la frase estirando la espalda e imitando el tono de la
abuela. Los tres sonrieron con cierta nostalgia.
—Estiramiento,
buenos modales y religión. Los pilares de los Gayarre.
—¿Os
acordáis cuando venía el cura a dar misa en la capilla? ¡Sólo para nosotros!
—¡Como
para olvidarlo, querida! La pobre Berta me embadurnaba el pelo de gomina con la
raya bien marcada. Luego yo me despeinaba y ella se llevaba la bronca.
—¿Y
arrancar alas a las mariposas? ¿Te divertía?
—Era
mi manera de vengarme de la abuela y de Berta.
—Entiendo
lo de la abuela, Lirio, pero no lo de
la pobre Berta. A veces éramos unos salvajes inconscientes. Una vez le
escondimos sus inyecciones. Estuvo al borde de una hipoglucemia.
—¡La
pobre Berta, la pobre Berta! Era una imbécil sin personalidad.
—Te
equivocas. La abuela la tenía sometida y ella cumplía sus órdenes a rajatabla. Cuando
le dejábamos, claro.
—El
año que soltamos los caballos por toda esta finca fue el mejor. ¡La que se lio!
Aquel comentario
nubló el semblante de Alba.
—Y el año que nos
expulsaron, Lirio, fue el peor. Por no haberte callado. Nosotras guardamos
silencio durante un año, lo hubiéramos hecho para siempre. Por el bien de todos.
Y todo hubiera seguido igual de perfecto. Era un secreto y tuviste que airearlo.
—Y tú, ¿por qué me
lo dijiste?
—Para que supieras
que yo también contaba. Ahora da igual. Busquemos esa carta.
***
.
Perseguir a Lirio, imitar sus gestos,
ganarse su admiración. Aunque Alba contaba con el beneplácito de la abuela, hubiera
preferido su reproche, el destello desafiante que dirigía hacia su nieto.
Hubiera preferido no tener que indagar, descubrir. Haber sido ella la
protagonista de las historias. Haber tenido el valor de aplastar las alas de
las mariposas, de ver impregnados sus dedos del frágil pigmento que las
adornaba. Poder desobedecer, romper las reglas. Como aquella tarde de finales
de agosto.
—Jo, qué
aburrimiento ahora que se ha marchado Lirio.
—Coge esa
regadera, tengo una idea.
—Vamos a regar las
flores de la abuela. Las del invernadero.
—¡Qué dices, nos
va a matar! Ya sabes que sólo ella sabe cómo hay que hacerlo.
— No si nadie dice
nada. Y tú no lo harás, ¿verdad?
—No. Claro que no,
Aurora.
Las niñas se
disponían a entrar en el invernadero cuando vieron a Berta hablando con el tío
Ricardo.
—Escóndete aquí,
conmigo. Que no nos vean. Les daremos un susto.
No llegaron a oír toda la
conversación, pero la frase del tío las dejó aturdidas.
***
Un hombre, desde muy pequeño,
tiene un sueño recurrente. Está tendido en la cama, con fiebre. A su lado, una
mujer le aprieta la mano con desesperación y reza: “Señor, no te lleves a mi hijo, por lo que más
quieras, no te lleves a mi hijo”. La mujer
acompaña su rezo con un balanceo persistente. El niño se esfuerza en abrir los
párpados, de su boca sale un débil “mamá”, y la mujer dice que ella no es su
madre. Lo repite para asegurarse de
que el niño lo ha oído bien.
Un día, el hombre que sueña escucha
un comentario a su paso, por el pueblo. Y desde ese día, deja de dudar.
—¡Señorito
Ricardo, qué alegría! ¿Viene a por las niñas?
—¡Hola, Berta! ¿Qué tal estás?
—Igual, tengo que
tomar mis precauciones. Ya sabe que nunca he tenido buena salud.
—Te has preocupado
más de los demás que de ti misma. Y ahí tienes el resultado.
—Eso no es verdad,
señor. Yo lo hacía de mil amores. Por los tres. Todavía recuerdo el miedo que
pasamos cuando usted enfermó de meningitis.
—Sí. Estuviste día
y noche, a mi lado. Mi madre, como todos los Gayarre, no soportaba la
enfermedad. Pero tú y yo sí. Nosotros no somos…
***
—¿Quieres el secreto o no lo quieres?
—¡Pues
claro que lo quiero!
—Te
lo diré, pero no puedes contárselo a nadie. Sólo lo sabe Aurora. Y ahora lo
sabrás tú. No somos Gayarre. Ninguno de nosotros.
—¡Eso
es mentira! ¡Eres una cuentista! ¡Ahora mismo se lo digo a la abuela!
Nunca
más volvieron a pasar los veranos allí. Aquel tiempo tan idílico sirvió para
despojarlos de toda inocencia. Aquel día, sentados en el coche del tío Ricardo,
Alba no volvería a llamarse Mariposa; con gusto se hubiera dejado atrapar por la
red de su primo italiano. Lirio, ahogado en lágrimas, se vio reflejado en las
calas de los arcenes. Modestos lirios de agua que no traspasaban los límites
del palacio. Y Aurora, que protestaba cada vez que su padre la llevaba al
palacio, descubrió demasiado pronto que los invernaderos de orquídeas son
lugares húmedos, asfixiantes y con un olor dulzón. Como las flores de los
cementerios. Donde los adultos desvelan secretos que los niños no debieran
escuchar.
***
Escuchar,
estar atentos a cómo comienza el declive. Saber qué es enviudar y no haber
tomado las riendas. Constatar esa desgracia en una maraña de escrituras de
venta, aplazamientos de pago y créditos hipotecarios guardados en un escritorio.
Credenciales de un pasado lastrado y que podrían haber adivinado cada verano.
Si hubieran reparado en la ausencia de la ayudante de cocinera, un año. O de
los mozos de cuadras, el siguiente.
—¡Diablos!,
no sé cómo rebuscar entre tanta nube de polvo.
—Con
un par de guantes y paciencia, Lirio.
—Nunca
defraudas, prima.
—¡Nada
como un bureau de estilo imperio!
Cerrado con llave. Y la llave encima, ¡cosas de la abuela!
Entre aquellos papeles amarillos y quebradizos,
destacaba un sobre blanco.
—Aquí
está la carta.
—Léela,
Alba.
“Y
Jacob se enojó contra Raquel y dijo: ¿Soy yo acaso Dios que te impidió el fruto
de tu vientre? Y ella dijo: Aquí está mi sierva Bilha; llégate a ella para que
dé a luz sobre mis rodillas para que por medio de ella yo también tenga hijos” (
Génesis 30).
—No
dice nada más.
***
La
perfección. Ese concepto escurridizo, subjetivo, según el marco en que se encierra.
La perfección, que procede del mismo lugar de donde nacen las ideas de lo bello.
Quien no lo percibe así, todavía no la ha alcanzado. Quien no lo percibe así no pertenece al mundo
de los elegidos. Y para alcanzar la perfección, se
violenta. Y para alcanzar la perfección se oculta, se aparenta, se disimula. Se
miente, se estafa o se engaña con facilidad. Con violencia. El rostro hipócrita
de la violencia siempre tiene una cara bonita. El rostro del violentado tiene
una cara sufriente, no engaña. Y calla.
—¿Con quién hablabas,
Berta?
—Con la hija del
panadero. Parece que la han dejado embarazada. Hay tantas, señora.
La palabra la
atravesó. Embarazada, aquella mugrienta. Embarazada. ¿Cómo
alimentaría a su bebé?, ¿qué futuro podría ofrecerle?
—Lo sé. Son como
una plaga. No soporto verlas por los lindes, cargando con sus niños en cestos
para ir al campo a trabajar nuestras tierras. Total, para una vida sin
expectativas. En cambio, yo podría darles una posición. A veces, dejar los
niños en las casas de quienes pueden atenderlos es mejor, ¿no te parece, Berta?
— Yo lo haría sin
dudar, señora. No pasaría la vergüenza y mi hijo podría tener una vida mejor. Estaría triste por no poder criarlo, es
verdad, pero si no puedo ofrecerle nada, ¿para
qué lo quiero conmigo? Ya verá, señora. Algún día nos dejarán uno en la puerta.
—¿Y si lo pudieras
tener contigo, aunque lo dieras a otros?
—Perdone, señora.
No la entiendo.
—Imagina que
tienes un hijo y me lo das a mí. Yo le daría todo lo que tengo y tú lo tendrías
cerca. Sólo tendrías que ceder en acostarte con alguien.
—¿Con alguien?
¿Con quién?
—Con el señor.
***
Cuando uno vive en la miseria
permanente, no puede esperar nada. No se distingue lo bello de lo feo. Se
trabaja. Se encajan los golpes, la humillación y el sometimiento con
naturalidad. Se siente la deuda. Y a veces, ese servilismo fuerza a cumplir los
deseos de los otros. Por muy incomprensibles que sean. Y se acepta ser el
instrumento. Y las arremetidas a deshoras, sin permiso.
—¡Diantre de
jeroglífico! ¿Cómo que no dice nada más?
—Para mí es
suficiente. Confirma algo que sospechaba hace tiempo.
—Aurora, ¿tu padre
nunca mencionó nada?
—No. Me dijo que
solo él lo sabía y que no diría nada a nadie mientras viviese la abuela. Y
murió unos meses antes que ella. Quién lo iba a decir.
—¡Acabose! ¿Dices
que para ti es suficiente? ¡Ya puedes ir enarbolando una historia creíble,
primita!
—¡Joder!, pues
creo que está bastante claro. Nuestra abuela era Berta. La imperfecta y
solícita sirvienta de unos hijos de puta que se creyeron con derecho a poseer y
controlar su cuerpo. Para ser los perfectos padres de tres hijos y la perfecta
abuela de tres nietos.
Aurora sabe y
desconoce. Ni sospecha que su abuelo indiano encontró la mejor excusa en la
increíble propuesta de su mujer. Un concubinato consentido. Un deseo hace
tiempo acariciado. La oportunidad servida en bandeja de plata. Berta mirando
desde el techo, violentada por él. Ya ha tenido su tercer hijo. Un varón, por
fin, al que han llamado
Ricardo, y
espera que todo acabe. Pero no es suficiente. Las visitas nocturnas se
multiplican. Hasta que una noche de borrachera y una caída por los acantilados
terminan con la pesadilla.
—No
me lo puedo creer. ¿Y ahora se supone que, en vez de Gayarre, somos...?
—¿Eso es lo que te
preocupa? Vas a llevarte una decepción, Alba. Solo te puedo decir que Berta se
apellidaba Vázquez Tapias, lo acabo de comprobar al venir. En el cementerio.
—¡Diantre, así que
la diabetes es herencia de los Vázquez Tapia!, ¡así que el único Gayarre
auténtico es el palacio! Espero que no tarden mucho los de la agencia y
acabemos ya, ¿a qué hora vienen?
Lirio consultó su
Citizen. Pensar de qué manera tendría que convertir su nuevo pasado en algo
genial y extravagante le molestaba tanto como la piedra de gravilla entre los
zapatos y el calcetín. Aunque, ¿no era en
sí un paso a la genialidad? Su próximo proyecto de decoración, su próxima casa,
sería el reflejo de una nueva tendencia. Paredes desconchadas, textiles
deslavados. No se movería de Oporto.
Aurora se acercó al ventanal, junto a
la entrada acababa de aparcar un coche.
—Ya están aquí.
Coged algún recuerdo y nos marchamos. Esto ya no es nuestro. Si es que alguna
vez lo fue.
Alba guardó la
llave del escritorio en el bolsillo de su pantalón. Estaba decidida a olvidar aquel
embarazoso asunto. Ella siempre sería nieta de Doña Casilda Gayarre. Lirio
salió de la habitación para volver agitando su antiguo cazamariposas. Aurora
bajó a la cocina. Cerró los ojos y a su mente acudió el olor de la mantequilla
fresca derretida en las tostadas que preparaba Berta. Le pareció absurdo
llevarse algo. Lo único
que deseaba era tener guardados los recuerdos y, a
base de repasarlos, encontrar las piezas que acabarían por recomponer el puzle;
un abrazo, una mirada o una caricia que fuera más allá del cariño de una
cuidadora. Algún detalle que confirmase ese vínculo estrecho y cómplice de una
abuela con su nieta.
Al salir del
palacio, se encontraron con el agente inmobiliario. Le entregaron las llaves de
la casa sin apenas cruzar una palabra.
—He aparcado la
moto junto al cementerio. ¿Queréis venir?
—Lo siento, No me
apetece. Es todo muy desagradable. Tengo prisa por volver a casa. Me esperan.
—Como quieras.
¿Lirio?
—De acuerdo. Será
sublime. Los dos de pie frente a nuestra abuela institutriz, espero ver un
epitafio convincente.
—Nunca dejarás de
ser un snob. Pero te decepcionará: “Recuerdo
de tus hijos y nietos”. Sospecho que lo mandó grabar mi padre. Total,
quién se preocupa de descubrir secretos en lápidas funerarias.
Lirio apoyo su
brazo en el hombro de Aurora. Aquel gesto reconfortante, de primo mayor, le
provocó un agradable escalofrío.
—¿Sabes lo que
pienso, Aurorita? Tal vez esto sea lo mejor que nos haya ocurrido. ¿Te has fijado
en los cipreses? Son espirituales, sofisticados y siempre están verdes. Pero si
te acercas, no son frondosos, apenas dan sombra, sus puntas están abiertas. Aun
así, no dejan de ser bellos y armónicos. Nosotros somos eso, prima. Un sendero
jalonado de cipreses.
—Tal vez, Lirio.
Tal vez.
Mientras se alejaban, el agente
inmobiliario colocó una plaquita metálica de fondo blanco y bordes grises junto
a la puerta del palacio. Tenía las iniciales V.T, esas que distinguen a las
viviendas turísticas, que,
curiosamente, formaban los apellidos de Berta. La colocó justo encima de
otras de trazo irregular escritas en la pared por tres niños, aquel verano
imperfecto.
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