De sorpresa me vino el envío de dos ejemplares con las publicaciones del concurso de cuentos Antonio de Trueba que organizan las asociaciones culturales Gurguxa y Alen y patrocinan los Ayuntamientos de Galdames y Sopuerta. Os lo comparto.
INTERSECCIÓN
La
ciudad se ha despertado oscura, cargada de nubes. Atravieso la calle al amparo
de una gabardina y un paraguas. Me asomo al ventanal de una sala de
exposiciones, como si mis pasos hubiesen guiado aquella pasión infantil
por los trenes. Está poco concurrida. Y recuerdo el comentario de un amigo:
“Los museos y las galerías son lugares para gente solitaria y meditabunda como
tú”. Entro con vacilante decisión. Maquetas de ferrocarril, planos de
situación, libros de cuentas de la compañía y billetes de acciones ocupan las
vitrinas centrales. Abundantes fotografías del pasado minero de este país cuelgan
de las paredes, pero mis ojos se ven atraídos por una en especial: tiene como
telón de fondo la silueta de los montes de Triano y, en primer plano, al
director de la compañía “Orconera Iron Ore Company”, John Brown, que posa,
altivo, junto al primer tren que llegó a Galdames. Acerco más la vista y veo la
cabeza de un niño asomado detrás de la máquina de vapor. El rictus serio de su
cara, indicio de pobreza, descarta cualquier vínculo filial con el hombre. Su
pose no ha sido deliberada. Está escondido y la curiosidad por atisbar la
locomotora, lo ha inmortalizado. A partir de ese instante, cruzo las salas como
un sonámbulo. Las reproducciones a escala de los trazados del ferrocarril y sus
trenes, que en otras ocasiones hubiese examinado con obsesiva precisión,
carecen de interés para mí. El rostro sucio del niño me acompaña al salir a la
calle. La niebla envuelve la ciudad y mi pensamiento. No veo el momento de llegar
a casa.
De
entonces solo recuerdo un cansancio profundo y colores ocres. Es extraño, nunca
sueño en color. El polvo envuelve la atmósfera y dificulta la respiración. De
pronto, soy un niño, como el de la foto del ferrocarril. Una mujer enlutada me sonríe
con afecto. Está delante de un montón de piedras, que deposita en un cilindro
de metal. La piedra sale lavada, y la mujer separa briznas metálicas. Esas
esquirlas van a parar a una rampa. La mujer debe de ser mi madre, me llama hijo
o Pedrito, dice que ayude a la señora Carmen a cargar cestos de piedras para vaciarlos
en una vagoneta. Obedezco y vuelvo a su lado. Antes era peor, comenta mientras
se limpia las manos en el delantal. Antes había que bajar hasta la dársena de
Sestao. Pero ahora el señor Brown ha traído una máquina a vapor y se encarga de
transportar el mineral hasta la playa donde unos barcos enormes lo llevan a
Inglaterra. La mujer que es mi madre dice que ese señor vive en un palacio
cerca de la dársena. Algunas mujeres del pueblo trabajan en ese caserón como
sirvientas. Esa labor debe de ser más limpia, pero con menos libertad, porque
no hay horas para atender la casa o la huerta. Aunque esté mal visto, ella prefiere
ser chirtera en la mina San Severino.
Intento retener el nombre. Madre es muy locuaz. Al ponerme de pie, compruebo
que mis pantalones son unos harapos: dejan ver las rodillas peladas. Siento
vergüenza, pero las mujeres están peor que yo. Sus delantales además de sucios,
están mojados. Tienen las manos arrugadas por el contacto con el agua y llenas
de sabañones. Los pies asoman por sus abarcas rotas, están despellejados.
Muchas tosen con insistencia.
Pasado
un rato, le toca a mi madre levantar un cesto. Con mucho esfuerzo y la ayuda de
la señora Carmen, conseguimos colocarlo sobre su cabeza. Quiero saber cuánto pesa.
Me responde si no lo sé a estas alturas. “Cincuenta kilos, hijo mío” aclara. La
debilidad de mi madre se percibe cuando descarga el cesto en la vagoneta: tiene
la frente perlada de sudor y apenas mantiene el equilibrio. Trabajamos así
varias horas. Mis tripas emiten un rugido hambriento y madre acerca su mano al
mentón, con gesto preocupado. Vigila que el capataz no esté cerca, para ofrecerme
un pedazo de tocino. Resulta un bocado de lo más desagradable, pero para mi
sorpresa, lo como con agrado. Miro por el rabillo del ojo a madre. Sigue
mareada.
El confort
de la habitación cuando despierto tranquiliza mi espíritu. Sigo aturdido por
las imágenes tan vívidas. Confuso. Salgo de casa sin rumbo. Divago, monto en el
último vagón del metro, bajo en la estación equivocada y, al subir las
escaleras mecánicas, tengo enfrente la sala de exposiciones. Quisiera entablar
un diálogo con el niño esquivo de la fotografía. Sé que es el protagonista del
sueño perturbador. Arrugo el ceño e inspecciono la foto, casi la rozo con la
nariz. El vigilante me reprende. Busco entre los paneles algún dato relativo a
la mina San Severino, pero el vigilante no me quita ojo. Es mejor que salga. La
cafetería de enfrente puede ser un buen lugar para reflexionar. Pego mi cara al
cristal y una bruma me ciega.
Madre
está contenta porque hoy es día de cobro. Trabaja en la mina por primera vez
desde que padre murió aplastado por una vagoneta. Lo he sabido por los
comentarios susurrados de algunas mujeres. Sus compañeros lo llevaron en
volandas, no llegó a tiempo al hospital y el doctor Enrique no pudo hacer nada,
salvo aconsejar que contrataran a mi madre para que la familia no muriese de
hambre. El capataz está sentado delante de la mesa y un gentío espera a que
repartan el salario. Madre hace cálculos con los dedos. Ha trabajado de lunes a
viernes y un poco el sábado. El capataz le da siete reales con 75 céntimos. Se
queda pensativa con las monedas en la mano. “Falta dinero de mi salario y del jornal
del niño”, exclama furiosa. El capataz le recuerda, irritado, el gasto semanal
de alubias, patatas, leña, hilo y aguja en la cantina. Y si olvidó que se
descuenta del salario. Y si olvidó el 2% del seguro médico. Y que no se queje; su
hijo ha cobrado los tres reales de pinche. Madre se indigna. Tiene el rostro de
la desesperación. Pensaba hacerse con una gallina. Con lo que tiene no le
alcanza para comer y se verá obligada a comprar de fiado. Carmen le pasa la
mano por la espalda para consolarla, le dice que han venido unos hombres de
Burgos a trabajar a la mina Dolores y andan buscando pupilaje por el Sauco.
Debemos de vivir allí. Corremos a casa. Madre está algo más contenta.
Esperanzada, quizás.
Yo no
llamaría nunca casa a una cabaña con suelo de barro naranja y paredes que
supuran humedad. Hay aguas ferrosas estancadas en la entrada, y cuatro críos
más jóvenes que yo nos esperan sentados en la entrada. Tienen la cara llena de
polvo; el mayor lleva la boina calada y a la única niña le cuelgan unas trenzas
de rubio sucio. Todos están descalzos. Al poco rato, llaman dos jóvenes enjutos,
con manos de labriego. Son los de Burgos, quieren una casa de peones con cama y
comida. Madre les ofrece un cuarto, un catre con colchón de paja bajo una manta
polvorienta empapada que huele a hierro y sudor. Ellos aceptan el trato. Mi
hermana, la de las trenzas, se encargará de llevarles la comida a la mina.
Cuando los trabajadores se van, mi madre coge hilo y aguja y se pone a remendar
ropa de trabajo de algunos mineros del barrio. Zurcirá también los buzos de los
pupilos. Yo me encargo de vigilar que el fuego no se apague. Madre termina la
labor y coloca un perol de sopa sobre el fuego. Tras unos minutos, comienza a
humear. Dudo que sea suficiente para alimentarnos.
Despego
la nariz del cristal empañado. Han pasado cerca de seis horas y ningún café en
la mesita, como si los camareros no advirtiesen mi presencia. Al salir, una manifestación ha cortado la Gran
Vía, reclaman mejoras salariales. Como madre, pienso. Un terrible dolor de
cabeza me agita cuando abro la puerta de casa, y el pasillo se convierte en la
caña de un pozo por el que desciendo a la velocidad del rayo.
Es la
primera vez que bajo a la mina. Los chicos de mi edad no suelen descender, pero
el capataz ha hecho la vista gorda, dice que los menudos alcanzamos mejor las
vetas más estrechas. He oído que no se debe enterar el señor Brown, ni el
médico del hospital, don Enrique. Es un secreto, y tampoco se lo voy a contar a
madre. Ayer ni cenó. Dijo que no tenía hambre. Pero estoy seguro de que no era
verdad. Nos dormimos todos juntos, apretados cerca del fuego. Aunque es
primavera, en la casa siempre hace frío. Creo que es por la humedad. Los
hombres de Burgos también se han acercado a la lumbre para entrar en calor. Tiritando,
imagino que soy un hombre de buen aspecto y bien alimentado, como el que se me
aparece en sueños y me mira de frente.
Salir
de ese pozo oscuro me ha costado toda la noche. He visto al niño atropellado
por una vagoneta. Ya se filtra la luz por los visillos de la habitación y
todavía sigo exhausto. He pasado la noche en vela. Un intenso olor a grisú impregna
la casa, las paredes rezuman moho. Tengo que salir y volver a la sala de
exposiciones.
Es
domingo. No hay que bajar a la mina. Madre me ha dejado a cargo de todo. Se va
a la Arboleda con su amiga Carmen y otras chirteras.
Están alteradas porque un tal Pablo Iglesias, “el sindicalista”, lo llaman
ellas, va a hablar con los obreros. Y muy enfadadas, porque cobran poco
comparadas con los hombres. Y trabajan igual o en peores condiciones. Yo las
escucho hablar mientras se ajustan los picos del pañuelo en la cabeza. Carmen,
muy exaltada, dijo que tenían que impedir que circulasen las vagonetas para que
nada llegase a puerto y los barcos se fueran de vacío. Hasta parar la
producción y cerrar las fundiciones. Cuando regresan están decididas a ir a la
gran huelga. Eso es algo que se oye mucho por el barrio estos días.
Aunque
todavía no es la hora, la puerta del museo está abierta. No hay rastro del
vigilante y puedo andar a mis anchas. Cuento con el tiempo justo. Me acerco a
la vitrina de los documentos del accionariado de Orconera, la empresa minera.
Desactivar la precaria alarma es un juego de niños. Cojo uno de los documentos
y me lo guardo en el bolsillo. No aparece el vigilante, ni se activan las sirenas.
Creo que he llegado a tiempo, cuando descubro un minúsculo destello en los ojos
del muchacho. Parece que hubieran cobrado vida.
El
hombre me mira intrigado. Se acerca mucho, puedo sentir su aliento. A veces
tengo extraños sueños en los que estoy atrapado en una fotografía que él contempla
día tras día. No le he dicho nada a madre de mis ensoñaciones. No le he contado
nada a nadie. Cuando despierto, encuentro un papel en el bolsillo del chaquetón.
Se lo enseño a madre. Pega un grito y dice que son acciones de la Orconera, cinco.
No sé lo que es, pero debe de ser algo bueno. Lo aprieta muy fuerte, no me
pregunta nada y sonríe como el día de la gran huelga. Madre sonríe.
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