En la terminal, me paro frente a la cinta transportadora para localizar la maleta. Será difícil que me acostumbre al clima continental de Berlín, pienso al recibir el golpe de aire helado. Me aseguro de llevar en el bolsillo la dirección de mi hijo. Será una sorpresa agridulce. Tendré que adornar las circunstancias del despido, seco y aséptico. Arrastro la maleta que traquetea por el empedrado como quien carga con la derrota a sus
espaldas. Hurgando entre la maraña de pensamientos, busco las palabras
adecuadas, la justificación. Como si yo fuera el culpable. Me invade un vahído. Es la sensación de fracaso. Antes de llegar al portal, me escondo en un bar y pido un café. Afortunadamente, café es una palabra universal. Envuelvo la taza con mis manos y recibo el calor. Me inclino. Agradecería ver el futuro reflejado ahí abajo, en el poso. Tener la certeza de haber tomado una buena decisión. De que, a pesar de los años, puedo continuar en otro sitio. Sin embargo, el estrépito de una bandeja que cae al suelo, hace que me gire para ver el rostro del camarero, torpe e inexperto. Tan parecido al rostro de mi hijo.
El final del relato me ha provocado una media sonrisa, por inesperado, pero un poco triste, ya que la situación económica y social actual hace que se hayan echado a perder dos generaciones.
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