El despertador ha sonado a las siete y media. Ya se oye la
vuelta de llaves de la asistenta, dispuesta a prepararle un café largo con
tostadas. A las ocho y media, baja al
taller mecánico que le quedó en herencia. Revisa las cuentas y despacha
clientes hasta las tres. Una breve
paradita con el nuevo socio para tomar el almuerzo, vuelta al trabajo hasta las
ocho. Y luego, sube a casa, con ansia.
En el almuerzo, una
imperceptible mota de grasa afeó el puño de la camisa. La deposita en el cesto de la ropa sucia
para que Berta, la asistenta, lo lave.
Busca una ropa
cómoda, se sienta a la mesa mordisqueando sin ganas el sandwich de jamón y
queso que le han dejado para cenar. Entre bocado y bocado, juguetea con el dial
de la vieja radio, sorteando los
canales hasta encontrar una emisora musical.
Cuando termina, recoge las migas, va a la
sala de estar y abre una carpeta verde
con cuatro estampas que Berta le ha dejado en una mesita junto al sofá.
Son fotografías a
color, diminutas, que guarda como un secreto. Cada una aprisionada en un cartón
de anillas y protegidas por una película transparente. Abre un cajón de la
mesita, saca una lupa que proyecta hacia las estampas y ahí están los cuatro:
Tío Marcelo, en jarras; con la barriga al
frente, que le pegaba aquellos tirones de orejas en cuanto entraba por el
taller.
Mamá, dura como el pan de pobres, arrodillada
frente al mármol de la hija muerta, la que siempre fue honesta y cabal, porque
no pudo ser.
Comienzan los sudores y la boca seca. Prepara un whisky. Los hielos tintinean contra el cristal cuando posa el vaso
en la mesita y continua con las estampas.
Francisco, el socio de antes, con las gafas
sobre la cabeza y el seso concentrado en las cuentas. Sus
cuentas.
Dirige la lupa a su favorita y como por
encantamiento, aparece Malva, con la sonrisa de enamorada de otro que no era
él; los brazos sobre el alféizar, los hombros adelantados, como si fuera a
decirle:
-¡Qué sí, tonto, que
me lío contigo!
Y con
la nebulosa del recuerdo en la cabeza, se le dibuja una sonrisa de banana, como
si el tiempo ido -que agotó toda esperanza- le diese tregua para no tener que
echar el ojo ni a Marcelo, ni a Francis, que se mueren por contar.
Ni
soportar la asfixia de los reproches de mamá o los sarcasmos de Malva:
- Que tú eres hombre, bueno.
Pero como la ensoñación dura lo que el sol en
días nublados, cierra de un manotazo la carpeta y con toda su fuerza, aplasta
las hojas de estampas hasta el crujir de huesos y el brotar de la sangre.
Entonces ya está listo para cruzar la
tiniebla del pasillo, irse a la cama y a esperar a que se esfumen la sangre y los huesos.
ResponderEliminarUn relato en el que el narrador consigue mantener una distancia lineal con el protagonista. La descripción de una escena en la que el lector debe sacar sus propias conclusiones, en mi caso un hombre desgraciado y amargado. No quiero pensar que se al origen de las muertes familiares, pero que Marce y Francis se mueran por contar... Buen trabajo.
escribes muy bien Me ha encantado encontrarte
ResponderEliminarescribes muy bien Me ha encantado encontrarte
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