Vivo bien en términos materiales, ese no es el problema. Dispongo de una confortable caseta en el jardín junto a mi árbol urinario, entro al chalé cuando me da la gana y me dan de comer de lujo. El problema reside en que mis amos, Fefo y Tuti, son más tontos que mandados hacer de encargo, como puede ya apreciarse por sus diminutivos, y me resultan unos cargantes insoportables. Se dirigen a mí llamándome Pipo, ridículo nombre que me humilla. Soy un guapo fox terrier de cuatro años con alto cociente intelectual y muy respetado entre los míos. Estoy en plena madurez canina; no necesito estar rodeado de juguetes y otras frivolités como si fuese un cachorrillo. Por suerte, tengo el triste consuelo de que en este barrio todos sufrimos de lo mismo, pero a mí me ha sido encomendada la tarea de acabar con esta vileza.
Lo ladramos el domingo pasado, cuando los
Quílez invitaron a mis dueños y afines a un cóctel informal en su jardín.
¡Valiente panda de ignorantes! ¿Dónde se ha visto un cóctel un domingo? Esto os
dará la medida del estatus del vecindario: resucitadillos de medio pelo que
medraron a cuenta de negocios poco transparentes. Nosotros, en cambio, éramos canes
de pedigrí y de familias muy seleccionadas,
por lo que nos resultaba embarazoso tener que soportar actitudes
paternalistas. Para mí, hijo de una fox
terrier de origen oxoniense, eran insoportables, por ejemplo, aquellos concursos de belleza: me hacían pasar
una vergüenza terrible. Desolador era también, ver a mis congéneres repeinados
y perfumados. Humanizados. Nuestras miradas de resignación al cruzarnos lo
decían todo.
Y en eso andábamos aquella tarde, en cómo
zafarnos de aquella vida miserable. El principal problema eran nuestros amos, por lo que la ofensiva tenía que ir dirigida
hacia ellos. No queríamos una revolución
ni renunciar a nuestra vida privilegiada. Solo ansiábamos dignidad.
Yo tenía contactos
con grupos caninos suburbanos que se habían sublevado en barrios más humildes,
pero que sufrían idénticas vicisitudes. En poco tiempo, controlaron la
situación. Me resultó de gran ayuda contar con el apoyo y los consejos de Chulo,
un perro potencialmente peligroso, sin pelos en la lengua. Chulo me convenció de que a base de firmeza y de enseñar un poco
los dientes, la situación estaría controlada en poco tiempo.
Lo
primero que teníamos que hacer, era deshacernos de la tiranía de los concursos
caninos. Para ello deberíamos ingerir grandes cantidades de helado de chocolate
los días previos. Disfrutábamos con aquellas vomitonas oscuras en medio de la
pasarela. Yo me regocijaba con el apuro de Fefo, puesto en evidencia delante de
sus amigos. Así sabría cómo me sentía. Podría pensarse que las consecuencias de
esta actitud reiterada, serían los castigos físicos. Pero no. Es vox canis que un dueño urbanita es
pusilánime y reconcomido por la culpa en cuanto a instruir a un animal. Nada
que ver con uno rural. Esos sí que nos
conocen bien, nos mantienen a raya, de acuerdo, mas nunca mancillan nuestro
honor. Por eso los respetamos.
Chulo
también nos indicó cómo adiestrar a nuestros amos. De vez en cuando, se hacía
necesario mantener una actitud agresiva. Sobre todo, en lo respectivo a
cualquier pauta encaminada a humanizarnos: fuera ropas, comida para mascotas,
salir a la calle acompañados y visitas al veterinario. Otros que se habían
buscado un buen negocio con las marcas de comidas de plástico. ¿Cómo habíamos
llegado a renunciar a un buen hueso? Nos repetía Chulo en sus charlas, a fin de empoderarnos.
Poco a poco, las medidas surgieron efecto. Tanto Fefo como
Tuti, dejaron de tratarme como a su osito de peluche, al ver que cuanto más me
mimaban, más arisco me mostraba. Incluso cedieron en las visitas al
veterinario. La primera vez, me planté
en la puerta, frente a ellos, con el hocico arrugado y la mirada oblicua,
desafiante. Sentí un placer inmenso al ver cómo retrocedían. No lo intentaron
una segunda vez.
Conforme pasaron los días, se fueron tornando
más dóciles. Se acostumbraron a mis mordiscos cuando no me dejaban comer el
pollo asado o las lonchas de jamón ibérico que guardaban en la nevera.
Aceptaron con resignación mi negativa a la comida enlatada o a las bolas
insípidas. Y dejaron de disfrazarme, cuando veían que dedicaba una hora del día
a raer mis ropas absurdas. Pero uno de mis mayores orgullos fue que Tuti, tras
varios estropicios en la peluquería “Guau”, se resignó a tener un terrier tal cual, con su pelaje natural.
Ahora, tanto mis amigos como yo salimos a la
calle con la cabeza bien alta, sin ataduras, sin la presencia controladora de
nuestros dueños. Volvemos a la hora que nos da la gana, cualquier excusa es
buena para salir a conocer otros barrios con perros que necesitan nuestra
ayuda. Sigo en contacto con Chulo, al que tanto debo. Cuándo me atreveré a decirle
que siento cosas.