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viernes, 21 de junio de 2019

Regalo de comunión


 La muñeca vieja observa desde la esquina en la que fue arrinconada, el rostro que asoma entre las sábanas. Los rizos desechos sobre la almohada, algunos empapados de sudor, parecen querer escapar del febril arrebato de su dueña. Una respiración entrecortada con intervalos de fatiga, infla y desinfla el embozo. En alguna cenefa ha quedado prendido el rastro amarillento de una expectoración. La habitación, aún sin ventilar, soporta la pesada atmósfera de la enfermedad. 

La muñeca con los ojos clavados en el perfil de la que fuera su compañera, parece que tuviera hoy un brillo humano en la mirada. Sin embargo, el padre que entra para ver cómo está su hija, no se detiene en juguetes inservibles.  Así que comprueba con el termómetro la fiebre de la niña, la incorpora un poco y le ayuda a tomar un paracetamol. Le preocupa la sequedad  extrema de los labios, la  expresión ausente y la falta de energía.  A media tarde, cuando la fiebre ataque de nuevo, llamará al médico, consternado.

La casa se ahoga en una calma tensa durante días. La madre, cada vez que viene del trabajo, entabla una conversación de susurros con el padre antes de entrar. Se sienta junto a la niña, le acaricia la cara, la abraza, le cuenta un cuento. Tampoco ella reparará en la asombrosa transformación de la muñeca, ahora con las mejillas rosadas, los labios de un rubí arrebatado y las pestañas negras y alargadas. La madre, recelosa de aquella extraña muñeca que tenía a su hija hipnotizada, la hubiera tirado a la basura sin dilación. Pero ahora no puede más que observar estupefacta el cuerpo de la niña sobre la camilla de la ambulancia que se la lleva al hospital.  La extraña patología hará estragos esa misma noche.

Eso no lo saben más que la enferma y su muñeca, feliz de que nadie repare en ella ni se fije en su repentina lozanía, en su frescura.  Es tal el cambio, que ni siquiera Elisa, la hermana, ha reconocido a la muñeca de la Primera Comunión. Y se la lleva a su cuarto, un poco resentida de la falta de atención de sus padres, que acompañan a la moribunda al hospital. La ocultará como recuerdo de la que fue su hermana, entablará largas conversaciones con ella, se enfadarán y la desgracia visitará de nuevo la casa.

lunes, 17 de junio de 2019

Aberville House


 La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.  Mi amigo, al que no veía desde hace años, habitaba una mansión de estilo georgiano, Aberville House, horadada por enormes ventanas que de lejos parecían bocas de asombro. Conforme me acercaba noté como alguien apartaba un visillo de la planta baja y se abría la puerta,  jalonada con columnas de mármol veteado. Recibí el saludo de un mayordomo serio y envarado que me llevó a la biblioteca donde descansaba el cuerpo enjuto y enfermizo de mi amigo.

 Me costó reconocerlo; se habían borrado el porte atlético y la mirada audaz del que estaba acostumbrado a pasear de la mano del éxito. Raimond, que así se llamaba, tenía el rostro demacrado y una delgadez extrema a causa, según me contó, de una extraña enfermedad que lo había llevado de médico en médico pero con escasos resultados como se podía ver.

Alargó la mano, una cordillera de venas y huesos, para ofrecerme asiento a su lado y al de poco rato apareció, la que me dijo era su esposa, Marianne. La mujer, de singular belleza, pero con la mirada huidiza y sufriente de la ansiedad, saludó con una inclinación de barbilla e hizo amago de sentarse junto a nosotros.

El gesto reprobatorio de Raimond la sacó de la sala. Bajé la mirada y me detuve en los botones de mi camisa, para evitar presenciar la embarazosa escena. Mi amigo continuó más relajado con su historia: al parecer no tenía demasiadas esperanzas respecto a su enfermedad, que ya consideraba crónica. Y recordando la amistad que nos unió siendo estudiantes, pensó que yo podía ayudarle. Le preocupaba sobre todo el cambio de su mujer conforme iba avanzando su mal. Me contó el grato consuelo que supuso contar con los cuidados y el amor solícito de su esposa al conocer el diagnóstico: revisaba los menús diarios a fin de que se adecuaran a su sensible estómago; una silla de ruedas le permitió dar largos paseos con ella cuando el tiempo lo permitía y,  una vez por semana acudía una masajista para aliviar su dolor articular. Pero los últimos meses, Marianne evitaba sacarlo a pasear con excusas anodinas tales como indisposición o jaquecas al principio, e inesperadas escapadas a la ciudad después. Mi amigo me comentó que Marianne era la dueña de la casa y contaba con la lealtad del servicio, por lo que no se fiaba y prefería que yo lo ayudase con sus pesquisas dada su capacidad limitada en aquellas circunstancias.  Así que me pidió que vigilase de manera discreta las andanzas de su esposa. En esto se resumía la encomienda que me tenía reservada.

Estuve varios días espiando las rutinas de la esposa pero no advertí nada señalable. Una de esas mañanas me hice el encontradizo a fin de poder entablar una conversación con ella. Para mi sorpresa, me contó que su marido, antes amable y cariñoso, se había vuelto huraño e incluso despótico en sus exigencias y deshecha en lágrimas me confesó que tanto el cambio de carácter como la propia enfermedad no era otra cosa que producto de la maldición que pesaba sobre Aberville House y que llevó a la tumba a varios hombres de la familia. Marianne, que nunca creyó en aquellas fabulaciones, se sentía ahora culpable. Volvimos a casa y durante el camino intenté consolarla presentando en mi discurso numerables argumentos contrarias a todo tipo de supersticiones. Y que vería las cosas de otra manera, una vez  mi amigo se hubiese recuperado. Pasé mi mano sobre los hombros de la mujer que parecía más aliviada y censuré el deseo de abrazarla por la amistad que me unía a su marido.

Repetimos varias veces nuestros encuentros en la ciudad. Desaté los lazos filiales que me limitaban y me lancé a una pasión inesperada e irracional.  Al volver, me reunía en la biblioteca con Raimond que, arrebatado por la ansiedad y los celos, escuchaba con atención mi relato inventado sobre la visita a un médico o un café con alguna amiga misteriosa, a la espera de la traición o engaño que dejaba para el siguiente coloquio. Pero el tiempo corría en su contra y yo agradecía secretamente el cerco al que lo sometió la enfermedad hasta acabar con su vida. Con sentimientos encontrados de alivio y mala conciencia, acompañé a la viuda enamorada en el sepelio. No tardé en instalarme cómodamente en Aberville House, con la que en breve se convirtió en esposa. Sin embargo, su carácter apasionado iba minando mi espíritu poco a poco. No le encontraba explicación: yo era un joven fuerte y saludable, hasta que un día, en la bodega, encontré el retrato romántico de una bella mujer que no era otra que Marianne retratada siglos atrás.  Aparecía sentada, con la mirada fija hacia el espectador, pero lo que más llamó mi atención fue el pequeño insecto que paseaba sobre su mano. Aquella imagen y el escalofrío que le siguió, descubrió la naturaleza de mi amada, mantis eterna que se alimentaba de los humores de sus innumerables esposos.

Comenzando un relato a partir de una frase de Poe, "La Casa Usher"