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domingo, 19 de mayo de 2019

La mágica niña sin rostro


 Las horas pasan tranquilas aquí. Pocas cosas modifican la rutina diaria. Hoy ha sido distinto: por la mañana la niña sin rostro aparta la valla, avanza, agarra las rosas mustias y las cambia por otras más lozanas. Son rosas amarillas. Muy bonitas. La muchacha, clava las rodillas al piso y con las manos unidas susurra una oración.  Afloran las lágrimas y un río como una catarata moja su carita infantil. Su carita sin ojos, sin labios, sin pómulos. Su carita plana. Todo río. Río listo para provocar una inundación.
 Poco a poco, las lápidas van flotando por un camposanto fluvial. Chocan. Forman una armada mortuoria. Hasta un muro oscuro. Y  lo  traspasan. Los villanos, asustados, van hacia la parroquia. Son oídos por un párroco alucinado. Algunos huidos alcanzan la montaña, otros nadan por la mar. Muchos acaban ahogados.  La niña corta su llanto y da fin a la riada. Dos ojos garzos dibujan su cara.
    Las familias, dan gracias a Dios, más no confían.  La niña sin rostro, ahora con ojos, ya sin lágrimas, aparta con suavidad las hojas mustias acumuladas junto a la lápida. La hojarasca oculta lindas palabras para honrar a la difunta, grabadas a mano. Son primorosos tattos lapidarios. Frota con garbo la lápida.  Al frotar, asoman las llamas. La villa,  sin pausa,  grita asolada por mil fogatas. La parroquia, arrasada, ya no cobija a sus discípulos.
  Casas salpicadas con tonos rojos y anaranjados absolutos, abrasan a sus inquilinos. Hogar transformado. Trampa mortal. Formas humanas absortas, oscuras junto al agua.  Cuatro vivos por milagro divino.
   La niña ha acabado su labor. Una sonrisa cautivadora dibuja su cara. La lápida brilla tanto como un sol acariciando una playa agostada. La niña con rostro abandona un camposanto ora inundado, ora calcinado. Y  carga la mochila  con una sonrisa núbil  y  unos fantásticos  ojos garzos. 


Ejercicio sin "e";))

jueves, 9 de mayo de 2019

Primus inter pares


Sí, hijo de esclavo nací, siervo de la gleba de mi amada Rusia. Y como tal fui criado. De mi padre aprendí a ser agradecido y bajar la cabeza al paso del señor, tutor de nuestras vidas. Recuerdo el día en que la curiosidad me hizo levantar la mirada. No se le escapó a mi padre. Parecía esperar la oportunidad para castigarme. Es por tu bien, decía. La piel dura.  Sí no, la desgracia se estampará en tu cara.

A la mañana siguiente, el camino a la escuela se me hizo interminable. Los pies, helados, se hundían en el barro con las botas empapadas, sin chanclos. A la vuelta ya noté los síntomas de la primera pulmonía de mi vida. No me llevó al otro barrio gracias a los ruegos y sollozos de mi madre a nuestro señor. No debemos perder brazos para el campo, afirmó e hizo llamar al médico  mientras mi madre se arrodillaba y retorcía en reverencias.

 La visita fue providencial. No sé qué influyó más en aquel hombre, si mi fisonomía pusilánime y frágil -agravada por la enfermedad- poco apta para tareas agrícolas o las buenas migas que hice con su hijo. Abandoné la casa de mi madre. La pobre, asombrada musitaba: ¡ungido por la gracia! y pasé a propiedad del médico. El hombre habló con nuestro amo. Vista mi estampa todavía convaleciente, concluyó que no perdía gran cosa y debía mucha salud a su médico.

  De la noche a la mañana, me vi en una mansión con cama propia al calor de los establos, para distracción y compañía de Misha, el hijo del médico. Un chico simpático y alegre, con escaso interés para el estudio. Le ayudaba todo lo que podía. Era mi salvoconducto. El doctor me lo advirtió: Ayuda a mi hijo y ganarás la libertad. Soportaba las bromas con entereza. La piel dura. Como decía padre. Los domingos cantábamos en el coro. Privilegio vedado a siervos. Mi voz debía de ser del agrado del pope, al que ni una sola vez olvidé dar las gracias y besar su mano. Ungido por la gracia. Como decía madre.

No sólo me aplicaba en los estudios, sino en cualquier tarea que me fuera encomendada. Un día mientras cargaba fardos de carbón en una carretilla, mi amo se fijó en mí. Al día siguiente estaba trabajando de mozo en una tienda que tenía arrendada. Yo me encargaba de los pedidos a domicilio. No me faltaban propinas. Mi rostro aniñado y buenos modales me abrían las puertas. A veces veía la mirada compasiva de alguna señora que murmuraba: ¡Qué destino de esclavo, para el rostro de un zar! Otras me abrumaban con caricias y favores que debía ocultar. La piel dura, ungido por la gracia. Así amansaba al león que iba naciendo en mi interior.

 Lo malo era que me resultaba más duro ayudar a Misha. A veces me distraía o me quedaba dormido. Debía evitarlo. Su fracaso era el mío. Y era reprendido con severidad. Esa severidad despertaba al león. Una docena de azotes y privarme de mi ración de sopa y pan eran los castigos habituales. El león rugía. Y yo rezaba: la piel dura, ungido por la gracia. Me mantuve despierto. Mejoré los resultados del hijo de mí amo. La Universidad se abría para él. Fui premiado con la libertad.

Si bien era libre, me debía a Misha. Por el día trabajaba en la tienda, intentaba seguir estudiando por las noches, pero fue inútil. Vigilaba la vida disoluta de mi compañero. Lo recogía en burdeles, aliviaba sus resacas, aguantaba sus golpes. La piel dura. Un duelo de honor terminó con su vida. El león se apacigua. Conseguí completar mis estudios universitarios. Ungido por la gracia.

El león, callado observa. Sale de su guarida. No ruge, no brama. Distingue a lo lejos al padre, a la madre. Están abrumados. Diría que incluso avergonzados por la audacia y osadía del hijo que pasea su porte aristocrático mientras la plebe retrocede. Y la madre murmura una revelación: La piel dura. Zar entre los siervos porque te ven libre y siervo entre los zares, porque te verán siempre esclavo.

sábado, 4 de mayo de 2019

Verano azul


   La señora Carmen abre la ventana y el lienzo se rebela: en primer plano, los guijarros, caídos como una tromba de granizo contra el cristal, esparcidos por el suelo. En segundo plano, unos muchachos a la carrera borrados por la estela de polvo. Al fondo la montaña, dispuesta a ahogar en su garganta hasta el último rayo de sol.
   Es un alivio comprobar que no se ha roto nada.  De vuelta a la cocina, agarra la botella de brandy con forma de mujer y da un trago. La botella tiene vestido de volantes, de fondo rojo con topos negros. Un campo de mariquitas. La mujer de cristal guarda un mar dorado y tambaleante en su interior. Otro trago. Carmen concentra la mirada en el vaivén del alcohol y cae medio mareada al suelo. Su cuerpo serpentea hasta alcanzar la puerta e intenta ponerse en pie. Se calza unos zapatos y sale de la casa. Los brazos en cruz le ayudan a mantener el equilibrio. Se recompone y alza la cabeza. No quedan muchos metros hasta la taberna. Los muchachos ya no volverán. Son jóvenes e inconscientes. Como lo fue el suyo. Pero esta vez no han roto el cristal, no han gritado. Ni siquiera han insultado. El juego cesará pronto. A finales de agosto.
 La taberna, se le acerca como barco a puerto. En el umbral, Benita la mira con preocupación. La toma del brazo y la mete dentro.
  Cada vez estás más flaca, Carmen. Entra y come algo. Tengo boquerones. Ya los he visto pasar como una exhalación, menudos cabrones. No son más que una panda de cobardes. Y mira que le tengo dicho a Conchi que su hijo es el peor, que chincha a los demás y luego es el primero en desaparecer. Ni caso, que son cosas de chiquillos. Valiente sinvergüenza.

 Carmen, que espanta la conversación con la mano, se sienta a la mesa e intenta tragar un boquerón. Reprime una arcada perfumada de alcohol. Tiene que dejar de beber, se dice, y al minuto pide un brandy. Ni hablar, lo siento. Ya tienes bastante metido en el cuerpo. Come algo, aunque sea un trozo de pan, anda. Asienta algo sólido en ese estómago o caerás redonda, por Dios.

  La mujer suplica clemencia por parte de Benita, coge un mendrugo  y se lo mete en la boca. He oído a los muchachos que han vuelto a reponer “Verano azul” ¿es verdad, Beni? Si, ya te lo pongo. Pero si me comes el pan con una taza de café con leche ¿qué me dices? Vale, ponme ese café.

 Beni toma el mando y cambia de canal. Los viejos que juegan al dominó aplauden la decisión, todos excepto dos forofos del Athetic  que protestan, pero nadie les hace caso. Verano azul se rodó aquí ¿no sabían?  Hasta hace poco tuvimos el barco de Chanquete en la rotonda. Fueron buenos tiempos para el pueblo. Y para Carmen ¿verdad? El viejo calla tras el codazo que le asesta su compañero. Sin embargo, ella no se ha enterado;  tiene la vista fija en la pantalla.  Mira, Beni que guapo mi Pancho. Era el más guapo. Y el más noble, Carmen. Eso lo sabemos todos.

 Benita se sienta y escucha a su amiga. ¿Sabes, Beni? Tengo una botella preciosa de una mujer con faralaes. Me la regaló Panchito.

  La tabernera lava el rastro de lágrimas de la borracha y deja caer las suyas. Y cuando termina el capítulo, tararean la canción que todos conocemos como un himno, la que silbamos con la cara al viento, iluminada por el sol que muere a la tarde. Montados en las bicicletas, dejando atrás la vida en la playa.