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lunes, 1 de abril de 2019

Vidas de perros

Aceptar aquel encargo podía solucionar mis problemas de dinero pero suponía hacer el ridículo del modo más espantoso. En tres días vencía el pago del alquiler y estaba sin blanca, así que no tenía demasiadas opciones.  Llamé a mi amiga Nuria y le dije que aceptaba ocuparme de sus perros mientras pasaba un mes de vacaciones en La India. Además, podía quedarme en su casa, un ático con vistas impresionantes en plena Diagonal. En cuanto Nuria abrió la puerta, un par de dogos se me echaron encima y casi acaban conmigo en el suelo.
—¡Qué maravilla!, ¡qué bien habéis conectado! La verdad es que son un par de bobalicones—Nuria palmoteaba divertida.
—¿Tú crees? — yo intentaba recomponerme tras la embestida.
—¡Por supuesto, Elena! ¡Vamos, dos besitos y nos vemos en un mes! ¡Que pierdo el avión! Te he dejado las instrucciones en la cocina. Y las llaves. No te preocupes,  llamaré de vez en cuando. 
Y Nuria desapareció con su voluminosa maleta.

Tenía miedo de la reacción de los dos una vez que su dueña se hubo marchado.  Me imaginaba que comenzarían a gruñir. No sé si han tenido la ocasión de ver un dogo o gran danés de cerca. Tienen la cabeza estrecha y alargada, el cuerpo extremadamente musculado y una expresión de seriedad que invita a mantener las distancias.  Sin embargo, esta pareja daba la impresión de ser bastante tranquila. Así que me dirigí a la cocina para ver las indicaciones de mi amiga. Los perros me siguieron mansamente. Parece que todo iría bien.

Me senté a leer las indicaciones que Nuria me había dejado. Mejor dicho, el manual en el que estaba reglado de manera meticulosa todo lo que debía hacer con los animales.  Para la noche, me había dejado un par de entrecots para ellos y una pechuga de pollo para mí.  No me hizo mucha gracia sentarme frente al televisor con mi pechuga mientras los otros se ventilaban los filetes, pero debo reconocer que fue mi mejor tarde.
 Los perros se tumbaron a mi lado y no dieron nada de guerra. Se les veía relajados. Cuando terminaron de comer, se fueron cada uno por su lado. Por lo visto, tenían habitaciones propias: la blanca era del macho, Apolo y la negra de Medusa, la hembra. Como pude hojear en el manual,  en sus correspondientes vestidores encontraría la ropa para cada día de la semana. Me aconsejaba que en lo posible, procurara amoldar el color de mi vestimenta al de las mascotas. Para evitar estridencias.

 No salía de mi asombro. Cerré el libro y me quedé dormida en el sofá.

A la mañana siguiente organicé el día según las instrucciones. Un aspecto muy importante y que no debía descuidar, era el régimen de comidas: a las 8.30 un bol de cereales integrales con bebida de avena y unos taquitos de jamón de bellota. Después, ducha de hidromasaje para fortalecer los músculos y vestirlos con ropa deportiva para salir a correr. No debía olvidar la correa -parece que Nuria había tenido problemillas con algún vecino-  ni las bolsitas para los excrementos. Mientras lo leía, pensaba que esto era lo más desagradable del encargo. Como pueden imaginar, los zurullos de un gran danés son directamente proporcionales a su tamaño. Pero lo que no me imaginaba era que debía recoger una muestra por semana y guardarla en la nevera. El veterinario personal, pasaría todos los viernes a recogerlas. Me había dejado, como era de esperar, ocho botes. Así que saqué de mi petate una vieja sudadera y me fui a correr con Medusa y Apolo.

 El portero de la urbanización me dirigió una mirada compasiva. No sería la única del día.

En cuanto salieron del portal, los animales comenzaron a correr desbocados hacia un parque cercano. Tiraron de mí como un carro de trineos hasta que la correa cedió y caí de bruces al suelo. Afortunadamente un chico alcanzó a los chuchos y me los trajo de vuelta. Noté su mirada de rechazo en cuanto se percató de sus lujosas sudaderas.
—¡Solo los cuido! —me justifiqué. Ni siquiera me oyó.

Pasé dos horas en la calle, sujeta a aquellas mascotas enormes, me disculpe con varias personas,  recogí sus cacas, igual de descomunales. Pero no estaba dispuesta a llevármelas a casa. Soy muy regular en mis deposiciones y no tendría problema en dar el cambiazo. Creo que tanto Apolo como Medusa, no pondrían objeciones.

Eran cerca de las 13.30 y estaba agotada. De vuelta a casa, me puse a preparar el almuerzo para mis bestias. Tocaba asado de cordero. Deshuesado. Nos sentamos a la mesa, les puse sus baberos –caprichos de Nuria- y cambié mi dieta de pechuga por un buen trozo de asado. Después, a recoger y limpiar todo aquel desaguisado.  A la tarde visita a la peluquería canina.

 Así día tras día. Mi amiga no llamó ni uno solo.

Solo ocasionalmente y si estaban nerviosos, Nuria aconsejaba  darles una pastillita para dormir. Se convirtió en costumbre. Ellos lo agradecían. Y yo también. En aquel agitado mes bajé unos 5 kilos y sumé 48 arañazos.  No sé qué hubiera sido de mí sin aquellas pastillas.  
El día en que volvió Nuria, la abracé como si fuera la única persona que quedaba sobre la Tierra. Ansiaba terminar con el trabajito. Debo reconocer que Nuria agradeció mi paciencia, los perros se despidieron cariñosos y yo recibí mi dinero.  Estaba contenta.

Sin embargo, al de unos días Nuria me llamó algo preocupada e inquisitiva acerca de la dieta de los dogos. Me quedé estupefacta.  El veterinario le había comentado que tenían lombrices. 

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