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viernes, 26 de abril de 2019

La viuda afortunada

Margarita ríe secretamente la ocurrencia de sus herencias inesperadas. Sobre todo, cuando coge el autobús camino de su nuevo trabajo. Tarde o temprano habrá que desecharlas para justificar sus fluctuaciones económicas. Pero le divierte ser la comidilla del barrio. Ella no era precisamente una mujer de la que hablar en ningún sentido. Si alguien preguntase por sus cualidades, estaba segura de algo: nadie destacaría nada en especial. Era normal en el trato, normal en sus costumbres y normal en la relación que tenía con su difunto marido y sus hijos. Sus hijos. Esos sí que no eran normales. Ni siquiera aparecieron el día del entierro. Pasó una vergüenza terrible.  Los dos habían cursado estudios financieros y trabajaban en un banco suizo. Arreglaron el asunto con una llamada telefónica y disculpas por encontrarse cerrando una operación de fusión para el banco. Margarita se enfadó. Nada podía ser más importante que despedirse de su padre. Ellos se disculparon enviando cantidades importantes de dinero de manera periódica a su madre. Un porcentaje de beneficios de dividendos, dijeron.  No sabían nada del asunto de la póliza de seguros, pero eran conscientes de que la situación económica de su madre no era desahogada.
Así que de la noche a la mañana y teniendo en cuenta el cambio de francos suizos a euros, Margarita gozaba de un nuevo estatus. Y se puso a hacer lo que siempre había querido.
 Le estuvo dando vueltas a la póliza del seguro. Buscó un local para invertir en una entreplanta del centro, bastante arreglado de precio y sin necesidad de reforma. Pensó en comprar un turbante plateado, una mesa camilla y una bola. Pero aquello le resultaba trasnochado. Quería dar un aire más profesional al arte de la adivinación. Así que una mesa tipo despacho, unos pañuelos de papel a disposición del cliente y una agenda bonita, le parecieron más adecuados.
Los comienzos, más en una novata, no fueron fáciles. Publicó un anuncio en los clasificados del periódico. Surgió efecto al cabo de pocos meses.
A pesar de su evidente normalidad, tenía el don de fijarse en los detalles. Esos que -ahora más que nunca- pasan desapercibidos. Ella, además de reírse para sus adentros, nunca usa el móvil en el autobús. Le resulta más interesante ojear los chateos de sus compañeros de asiento y colar entre sus bolsillos, una tarjeta de visita. Pican más de lo que se podría pensar. Con las personas mayores es más fácil, siempre están dispuestos a conversar y contarte sus problemas. Antes de que se alarguen le ofrece la tarjeta con el nombre de “Margot, vidente” en grandes caracteres.
No obstante, todos los negocios tienen sus dificultades: hay que pagar el alquiler, la licencia de actividad en el Ayuntamiento y por supuesto, el seguro de autónomos. Los meses buenos, se premiaba con algún trapito. Siempre fue un poquillo manirrota. En los meses flojos, cuando el dinero no le llegaba hasta recibir los dividendos de sus hijos, recurría a las herencias.
Ahora disfruta con las miradas de curiosidad, los cuchicheos de las vecinas a su paso, o la cara de sorpresa de la cajera cuando disimula enrojecer o estar apurada por no poder pagar la cuenta.
 Se siente fuera de toda mediocridad, encantada con su vida secreta.  Deja de ser la sombra apagada de una viuda que honra la memoria de su marido. La vida discurre agradable, como el trayecto diario que la lleva a su trabajo. Está orgullosa, sobre todo al ver cómo con el tiempo va afinando su don. Sabe que muchos colegas -de esos que salen en la tele- carecen del sentido ético que debería haber en esta profesión. Y se aprovechan de la debilidad anímica de las personas para generar falsas expectativas. Ella no es así. Ha comprobado que los gestos, la fisonomía de las manos y las miradas huidizas son auténticas pistas de información. Al igual que las preguntas que le hacen. Observa cómo se les va la vida esperando respuestas. Su función principal es la de escuchar. E interviene solo en momentos determinados. Ser dulce, comprensiva y apuntar, aunque sea cualquier tontería. Los pacientes –como a ella le gusta llamarlos- se sienten atendidos. Y como  Margot, escapan por unos momentos  de su invisibilidad.

martes, 9 de abril de 2019

Mis favoritos/42

Imagen tomada de la web 


Hace poco terminé de leer "Serotonina", lo último de Houellebecq. No creo que exista un escritor mejor en Francia en estos momentos. Detallista, meticuloso, incisivo analista del mundo que le toca vivir. Michel ahonda en la poza séptica de la decadencia y sus manifestaciones contemporáneas. Mucho se habla de la misoginia de Huellebecq, de su carácter inquietante o de la ira que descarga contra su madre. En mi opinión, pone por escrito el subconsciente masculino abrumado por los cambios y la pérdida de su identidad dominadora. Este autor agita todo, como un predicador: la transformación en la pornografía, el auge de la perversión moral, las estocadas permanentes al mundo rural en pos de la globalización alimentaria, el hastío, el hedonismo o la anestesia social. Sin ataduras,  pues esta es la razón de ser de cualquier manifestación artística. 

martes, 2 de abril de 2019

Mis favoritos / 41

Imagen tomada de la red

Un viaje de trabajo me llevó a la librería Abaco  de Madrid en la que me hice con este ejemplar.
 Barbara Baynton era desconocida para mí. Es una novelista australiana, que con este libro tan singular, consiguió la atención de una editorial inglesa puesto que en su país no fue aceptada. Probablemente por su carácter atípico.
 En "Estudios de lo salvaje" Barbara Baynton hilvana una serie de relatos en los que todas las protagonistas son mujeres que tienen que luchar contra la adversidad en un medio hostil. Un medio en el que los hombres no son desde luego sus mejores compañeros. Y así lo denuncia. Con inusitada sutileza, la señora Baynton habla ya finales del siglo XIX, del maltrato y las vejaciones a las que son sometidas las mujeres. Pero, a la vez,  crea arquetipos femeninos atípicos: mujeres fuertes, independientes y admiradas. 
Mujeres que contribuyen también a la colonización del continente australiano. Probablemente una lectura incómoda en su tiempo. 

lunes, 1 de abril de 2019

Vidas de perros

Aceptar aquel encargo podía solucionar mis problemas de dinero pero suponía hacer el ridículo del modo más espantoso. En tres días vencía el pago del alquiler y estaba sin blanca, así que no tenía demasiadas opciones.  Llamé a mi amiga Nuria y le dije que aceptaba ocuparme de sus perros mientras pasaba un mes de vacaciones en La India. Además, podía quedarme en su casa, un ático con vistas impresionantes en plena Diagonal. En cuanto Nuria abrió la puerta, un par de dogos se me echaron encima y casi acaban conmigo en el suelo.
—¡Qué maravilla!, ¡qué bien habéis conectado! La verdad es que son un par de bobalicones—Nuria palmoteaba divertida.
—¿Tú crees? — yo intentaba recomponerme tras la embestida.
—¡Por supuesto, Elena! ¡Vamos, dos besitos y nos vemos en un mes! ¡Que pierdo el avión! Te he dejado las instrucciones en la cocina. Y las llaves. No te preocupes,  llamaré de vez en cuando. 
Y Nuria desapareció con su voluminosa maleta.

Tenía miedo de la reacción de los dos una vez que su dueña se hubo marchado.  Me imaginaba que comenzarían a gruñir. No sé si han tenido la ocasión de ver un dogo o gran danés de cerca. Tienen la cabeza estrecha y alargada, el cuerpo extremadamente musculado y una expresión de seriedad que invita a mantener las distancias.  Sin embargo, esta pareja daba la impresión de ser bastante tranquila. Así que me dirigí a la cocina para ver las indicaciones de mi amiga. Los perros me siguieron mansamente. Parece que todo iría bien.

Me senté a leer las indicaciones que Nuria me había dejado. Mejor dicho, el manual en el que estaba reglado de manera meticulosa todo lo que debía hacer con los animales.  Para la noche, me había dejado un par de entrecots para ellos y una pechuga de pollo para mí.  No me hizo mucha gracia sentarme frente al televisor con mi pechuga mientras los otros se ventilaban los filetes, pero debo reconocer que fue mi mejor tarde.
 Los perros se tumbaron a mi lado y no dieron nada de guerra. Se les veía relajados. Cuando terminaron de comer, se fueron cada uno por su lado. Por lo visto, tenían habitaciones propias: la blanca era del macho, Apolo y la negra de Medusa, la hembra. Como pude hojear en el manual,  en sus correspondientes vestidores encontraría la ropa para cada día de la semana. Me aconsejaba que en lo posible, procurara amoldar el color de mi vestimenta al de las mascotas. Para evitar estridencias.

 No salía de mi asombro. Cerré el libro y me quedé dormida en el sofá.

A la mañana siguiente organicé el día según las instrucciones. Un aspecto muy importante y que no debía descuidar, era el régimen de comidas: a las 8.30 un bol de cereales integrales con bebida de avena y unos taquitos de jamón de bellota. Después, ducha de hidromasaje para fortalecer los músculos y vestirlos con ropa deportiva para salir a correr. No debía olvidar la correa -parece que Nuria había tenido problemillas con algún vecino-  ni las bolsitas para los excrementos. Mientras lo leía, pensaba que esto era lo más desagradable del encargo. Como pueden imaginar, los zurullos de un gran danés son directamente proporcionales a su tamaño. Pero lo que no me imaginaba era que debía recoger una muestra por semana y guardarla en la nevera. El veterinario personal, pasaría todos los viernes a recogerlas. Me había dejado, como era de esperar, ocho botes. Así que saqué de mi petate una vieja sudadera y me fui a correr con Medusa y Apolo.

 El portero de la urbanización me dirigió una mirada compasiva. No sería la única del día.

En cuanto salieron del portal, los animales comenzaron a correr desbocados hacia un parque cercano. Tiraron de mí como un carro de trineos hasta que la correa cedió y caí de bruces al suelo. Afortunadamente un chico alcanzó a los chuchos y me los trajo de vuelta. Noté su mirada de rechazo en cuanto se percató de sus lujosas sudaderas.
—¡Solo los cuido! —me justifiqué. Ni siquiera me oyó.

Pasé dos horas en la calle, sujeta a aquellas mascotas enormes, me disculpe con varias personas,  recogí sus cacas, igual de descomunales. Pero no estaba dispuesta a llevármelas a casa. Soy muy regular en mis deposiciones y no tendría problema en dar el cambiazo. Creo que tanto Apolo como Medusa, no pondrían objeciones.

Eran cerca de las 13.30 y estaba agotada. De vuelta a casa, me puse a preparar el almuerzo para mis bestias. Tocaba asado de cordero. Deshuesado. Nos sentamos a la mesa, les puse sus baberos –caprichos de Nuria- y cambié mi dieta de pechuga por un buen trozo de asado. Después, a recoger y limpiar todo aquel desaguisado.  A la tarde visita a la peluquería canina.

 Así día tras día. Mi amiga no llamó ni uno solo.

Solo ocasionalmente y si estaban nerviosos, Nuria aconsejaba  darles una pastillita para dormir. Se convirtió en costumbre. Ellos lo agradecían. Y yo también. En aquel agitado mes bajé unos 5 kilos y sumé 48 arañazos.  No sé qué hubiera sido de mí sin aquellas pastillas.  
El día en que volvió Nuria, la abracé como si fuera la única persona que quedaba sobre la Tierra. Ansiaba terminar con el trabajito. Debo reconocer que Nuria agradeció mi paciencia, los perros se despidieron cariñosos y yo recibí mi dinero.  Estaba contenta.

Sin embargo, al de unos días Nuria me llamó algo preocupada e inquisitiva acerca de la dieta de los dogos. Me quedé estupefacta.  El veterinario le había comentado que tenían lombrices.