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jueves, 31 de enero de 2019

Campanadas


Levanto la vista hacia el reloj mientras mantengo en una mano el vasito de plástico con las doce uvas y en la otra la copa de champán. No sé muy bien qué hago aquí, rodeada de desconocidos. Me cuesta mantener el equilibrio entre las oleadas que me llevan y traen. Tampoco entiendo esa costumbre cada vez más extendida de disfrazarse. Me molesta el matasuegras que un crío se empeña en meterme por la oreja. Comienza a bajar el carillón y, como si de un complicado logaritmo se tratara, la joven que tengo a mi derecha me explica la importancia de distinguir entre cuartos y campanadas. Debe de ser crucial para evitar el atragantamiento. Le agradezco la explicación con una sonrisa profesional y miro el vasito con las uvas. Suena la primera campanada, la chica de al lado me da un codazo para que comience a tragar. No me inmuto. Con disimulo, inclino el vaso y comienzan a caer las uvas. Una a una. La chica me mira escandalizada. Le ofrezco mi copa de champán. Me alejo del lugar con la sonrisa en mi cara.
Es agradable caminar por las calles vacías una vez has abandonado el tumulto de la Puerta del Sol. Arrebujo las manos en los bolsillos y llevo mis pasos hacia Preciados. Me siento bien. Empiezo el año sin ataduras, con libertad plena. Oigo a lo lejos los gritos de bienvenida al 2019. No puedo evitar una sensación de extrañeza, como si vinieran de otro planeta. Despido bocanadas de aire condensado y elevo las solapas del abrigo; la temperatura comienza a descender. Evito los bares, atestados de gente que brinda y se abraza.
Continúo mi solitario paseo, pero el frío me obliga a buscar cobijo. Las luces de un bar apartado llaman mi atención. Está vacío y el camarero limpia con parsimonia la barra. Me apresuro a pedir un café. El hombre frunce el ceño; parece que a estas horas solo se sirven copas. Sin embargo, el espíritu navideño se pone de mi lado y, compadecido de mi tiritona, calienta un poco de leche y prepara un descafeinado. Ya tenía la taza en los labios cuando una carga de confeti invade el bar y el camarero se anima a descorchar botellas. No puedo evitar una mueca de fastidio y giro mi silla dando la espalda al tumulto. No por mucho tiempo; unos dedos tamborilean sobre mi hombro y tensan mi espalda. Me giro. Veo a la jovencita tonta de la puerta del Sol. No me gusta cómo me mira. Me dice que me va a dar una nueva oportunidad. No entiendo nada. Apenas tengo tiempo para preguntarle qué es lo que le pasa cuando me agarra por el brazo, me aprieta, me saca del bar. Está furiosa. Tanto como para sentir una pistola clavada en la espalda. Me lleva a un callejón mal iluminado y allí, sí. Contemplo el resplandor metálico del arma. Mis piernas flaquean, me siento en la acera, la pistola persigue mis movimientos. Le entrego mi bolso, que se lleve todo lo que quiera. La carcajada, desproporcionada, hace que tema lo peor.  Pero no.
Se sienta a mi lado sin soltar la pistola y comienza a explicarse. Era la primera vez que pasaba la Nochevieja en la Puerta del Sol. Estaba emocionada. Desde pequeña, le fascinaba el ritual de saludar al nuevo año comiendo las uvas. De hecho, no era una cuestión banal.  Me pregunta si recuerdo las campanadas del noventa y cuatro. No me atrevo a contradecirla. Son cuestiones importantes, me dice. Habían sido un auténtico desastre. Aquella metedura de pata arruinó la carrera de una presentadora. El que la hace, la paga, sentenció.
Asiento, buscando su complicidad. La verdad es que no recordaba nada de las campanadas del noventa y cuatro. Me esfuerzo por enfatizar, le digo que sí, que es importante el ritual del año nuevo y cómo no, las doce uvas. A mí también me fastidia que se obvien las cuestiones importantes, miento.
Espero así librarme de ella o apaciguarla, de manera que baje la guardia y pueda escapar. Casi lo consigo. De hecho, me sonríe. Pero veo el brillo desleal de su mirada, el gesto, la mano extendida con las doce uvas que había tirado delante de ella. Me vengo abajo.
Mansa como la vaca camino del matadero, comienzo a tragar una a una las uvas antes de que, como presiento, apriete el gatillo.

Sucedió hace un mes :))

lunes, 7 de enero de 2019

Sospecha

Recuerdo que Sabina era la única que practicaba la pesca. Lo cierto es que era única en muchas cosas: la única que trabajaba por las tardes, que tenía coche y por tanto, la única con la que podíamos viajar libremente. A Sabina le encantaba bajar a la playa y derrapar por la orilla con su Dyane seis. 
Un día de esos, se le acercó el misterioso hombre de los prismáticos. Ocupaba un caserón de veraneo desde hacía poco y fisgoneaba apostado en el torreón de la vivienda. No nos gustaba. Sin embargo, Sabina estaba pletórica; la había invitado a un café y habían estado charlando largo tiempo. En contra de nuestra opinión, era un hombre muy agradable. Y le entusiasmaba la pesca. No ocultamos nuestra envidia cuando dijo que la casa, tal y como intuíamos, ofrecía las mejores vistas de los acantilados. Le rogamos que nos dejara acompañarla la próxima vez que volviese, pero mientras se acariciaba la nuca -en un gesto que ahora reconozco de coquetería- hizo oídos sordos. Pasaban los días y Sabina se mostraba cada vez más esquiva. Apenas sacaba su coche y si lo hacía, lo conducía aquel hombre. Bajaba a pescar, pero solo con él. Comenzó a portarse de manera extraña: nos evitaba, no contestaba a nuestras llamadas. Fue doloroso, especialmente para mí. Creía que ella era mi mejor amiga. Pero la suficiencia con la que ahora miraba, me molestaba. Nos fuimos distanciando. Hasta la tarde del accidente. Sabina llamó diciendo que quería hablar conmigo, muerta de miedo. Quedamos en la cafetería de siempre. Estuve esperando casi una hora. No apareció. No llegamos a vernos más: su coche había derrapado y cayó a los acantilados. 
El dia del funeral, entre sollozos y palabras de consuelo, la mirada oblicua del hombre de los prismáticos, me atravesó como un escalofrío.