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lunes, 16 de diciembre de 2019

El Porvenir

El olor a col cocida desciende por la escalera y provoca el vómito de Elsa, tan sensible ahora. Miro hacia arriba. Está esperándonos junto al quicio de la puerta. Cuando llegamos, un ademán de su mano nos invita a entrar. El piso está cargado de una humedad rancia y sulfurosa que emana de la cocina. Comienza a desbordarse el agua hervida. El hombre, que nos sigue por detrás, entra en la cocina y retira la col del fuego Elsa acerca el pañuelo a la boca. Imposible reprimir la arcada.

 Tomo su hombro y la acompaño por el pasillo. Espero que no haya reparado en las paredes enmohecidas. El anciano nos señala la salita para que entremos: Un tresillo marrón de brocados pasados de moda y un televisor, presiden el cuarto. Apoyado contra la pared, hay un aparador sencillo y sobre él, la foto de la difunta. Elsa y yo nos miramos con desconsuelo. Nos sentamos los tres, encogidos y engullidos por el tresillo. Intento hilvanar una conversación, con poco ánimo. Somos la viva imagen de la pobreza. El hombre, a mi derecha, tiene la cabeza inclinada sobre el pecho; las manos, enlazadas y apresadas entre las piernas. Contemplo por el rabillo del ojo a Elsa, la mirada fija en su vientre. Estoy azorado, a caballo entre la impotencia y la vergüenza de no poder ofrecer otra cosa. Siento que mi rol de protector es una quimera.

Como el rayo de luz que entra por el ventanuco del condenado, mi esposa corta el silencio y comenta lo encantadora que parece la mujer de la fotografía. “Es Elisa, mi mujer” responde el hombre. Me sorprendo ante la semejanza de nombres. Sonreímos. Elsa se interesa más, le pregunta por cómo era ella. El hombre, que se llama Rubén, despierta de su letargo. Comienza su historia. Tan semejante a la nuestra. Los primeros años en un cuarto de alquiler. Los trabajos extra, los días difíciles, los desvelos para ahorrar. El respiro de un pequeño ascenso y la compra del piso. El pago de la hipoteca, la esperanza de unos hijos que no vendrán. El consuelo de los sobrinos. Y un feliz viaje a Cuenca para celebrar cincuenta años de matrimonio. Las pupilas se le dilatan conforme avanza el relato. Sólo la ausencia de un hogar con niños, ha ensombrecido su existencia. Lo echa más en falta ahora, tras el vacío que dejó Elisa.

Mi mujer, acerca la mano del hombre a su apenas incipiente barriga. Le habla de una habitación pintada con cenefas infantiles. El hombre la toma de la mano, se la lleva a un cuartito bien iluminado. Podría ser éste, le responde. Elsa abre los ojos, señala la ventana “aquí unas cortinas con jirafas, ¿no le parece?”. Y la cuna debajo, contesta Rubén. Mi mujer aparca sus mareos y la pertinaz atmósfera de berza se disipa para dar paso a una charla animada: la de la extraña pareja que contemplo con simpatía.

Desde la salita, sigo el ajetreo; la repentina agilidad del viejo, la voz cantarina y soñadora de Elsa, casi olvidada. Poseídos por el entusiasmo, arrastran muebles para calcular mejor el espacio. Continúan su cascada de proyectos: sus gestos son rápidos y cómplices.

Recostado sobre el tresillo, autocomplaciente como un propietario satisfecho de su compra, fijo la mirada en la bombilla solitaria que cuelga del techo, vacía de toda esperanza.  

lunes, 18 de noviembre de 2019

Abismos


Para asomarme al mirador, debo pisar la plataforma de cristal. Me acerco intentando disimular mi aversión a las alturas. Por suerte, el paisaje es abrumador: las barandillas son el anfiteatro de una cordillera picosa y escarpada tan cercana que parece que pudiera alargar la mano y acariciar las cumbres. La nieve, que ha conquistado todo el territorio, intenta sin éxito alcanzar algunas cornisas cortadas a cuchillo. Bajo la vista con lentitud, me inclino para observar las laderas nevadas y salpicadas de arbolado inmaculado. Una ráfaga de viento se inicia allá abajo, agita los árboles y sube hasta la plataforma. El gorro se me vuela hacia la cima y queda enganchado en un pico. Ondea agitado por el viento como si fuera una bandera. Nunca podré alcanzarlo. Es ya un objeto perdido.

  Comienza la explicación de la guía local que el resto escucha con atención. Finjo interés, pero estoy distraída: un buitre leonado me roza en su vuelo y me retiro, asustada. Me pregunto si anda rezagado o pasará aquí el  invierno.
El grupo permanece enfrascado en el gran plegamiento de la Era Terciaria y otras curiosidades alpinas. Aunque la nieve amortigua todo sonido, los habitantes dejan su huella palpable de manera que puedo divisar el salto de un conejo albino, camuflado de un modo perfecto si no fuera por un movimiento mortal que aprovecha un zorro hambriento.

Más abajo, un esquiador temerario o experimentado, desliza su minúscula figura zigzagueante por una pista improvisada. El silencio tiene una presencia inabarcable que es roto de improviso por el ruido cercano de botas y piolets,  pero que no llego a ver porque está justo bajo la plataforma. 

 El sol se cuela entre los picos, un guante de amarillo reflectante que aparece de improviso, se agarra a la barandilla. Le sigue su compañero y deja ver el casco del cuerpo del alpinista adornado de arneses, argollas y clavos. Le ofrezco mi mano, le ayudo para que pueda subir. Me da las gracias. Tarda unos minutos en recoger las cuerdas. El grupo de turistas, a los que pertenezco y que está de espaldas, no se ha dado cuenta.

 El hombre que ya se aleja con el tintineo metálico de su utillaje, ha d provocado en mi un desasosiego inesperado. Como un desgarro en el lienzo níveo y mortal de este paisaje de invierno. 

jueves, 14 de noviembre de 2019

Instrucciones para amar



Partamos de la base de que todo sentimiento es efímero, de ahí que lo que un día consideramos amable al siguiente pueda ser aborrecible. Elija la persona objeto de su amor y esté atento a sus rutinas y aficiones. Desconfíe de redes sociales. Es mejor que la persona elegida forme parte de su círculo de amistades o conocidos: le resultará más fácil y agradable. Hágase el encontradizo. Una mirada directa, una sonrisa franca y un roce físico con leve intención por su parte- y sin rechazo automático de la persona elegida- le dará seguridad para dar el segundo paso. Invítela a tomar una copa o un café, dependiendo de la hora del día.

 Muestre interés por esa afición que, si ha sido aplicado, usted tan bien conocerá y procure acortar distancias mientras desliza su brazo hacia el hombro que tenga más cerca. Estudie atentamente esta reacción puesto que será determinante: si se retira, deberá inventar una disculpa para abandonar el lugar y plantearse si quiere intentarlo más adelante o variar el objeto de su amor.

 En caso contrario, continúe: acaricie con suavidad su clavícula. Si no aprecia resistencia, sea valiente y atraiga el cuerpo de la persona hacía sí. Sienta el escalofrío y el placer de unos labios acercándose y buscando los suyos. Notará el cierre de ojos automático y el estremecedor latido de su deseo. Llegados a este punto, es importante buscar un lugar cómodo y adecuado para continuar el ejercicio. Recuerde que están en un entorno público y tendrá que supeditar el decoro a la urgencia.

 Si usted no tenía nada previsto, puesto que intuía que el ejercicio podría realizarse en dos partes o más, busque un buen hotel. No se preocupe ahora por compartir la intención: la persona amada se mostrará dispuesta a colaborar.

 Continúe el ejercicio desde donde lo dejaron: despoje de sus ropas a la persona a amar, busque el calor de su piel, tóquela, siéntala y lama sus recovecos. Verá cómo el recreo de la vista va perdiendo importancia frente a otros sentidos: tacto, gusto, olfato y oído. Si es varón, notará una hinchazón progresiva, circulación sanguínea anormal y actividad sensorial directa hacia su aparato reproductor. Si es mujer, sentirá humedad interior y exagerada actividad sensorial de difícil control no sólo en su aparato reproductor. Escuche los jadeos y susurre al oído: estimulan el deseo en un cerebro atento.

Acompase ese deseo al de su amado o amada. No tenga miedo ni se asuste del ritmo frenético que tome el ejercicio. Tarde o temprano acabará. Dependiendo del género la gráfica del placer será parabólica o expandida. Si están de acuerdo, repitan el ejercicio. Si están cansados, pueden dejarlo para sucesivos encuentros.  

Desconfíe de las expectativas exageradamente positivas consecuencia del ejercicio. No piense que el amor le vaya a durar toda la vida. Deberá cuidar con mimo y atención el objeto a amar a fin de que el sentimiento se mantenga. Recuerde: si pierde interés, deja de ser amado, si no se cuida, deja de ser amado, si se elige a otra persona, deja de ser amado. No descarte la posibilidad del desamor y no olvide la primera frase de la instrucción.

domingo, 27 de octubre de 2019

De la fealdad y el consuelo


Hace tiempo que retiramos los espejos en la casa. Solo quedan los imprescindibles. Uno en el baño y otro más grande en nuestro vestidor. Todo por el bien de Leo. Nunca imaginé que aquel niño vivaz e inquieto pudiera convertirse en una persona apocada y huidiza.  Pero la naturaleza es caprichosa y de la misma manera que patitos feos se transforman en cisnes, patitos hermosos pueden llegar a convertirse en monstruos. De estos cuentos, no hablan los libros. Así que conforme mi hijo cambiaba, no pudimos recurrir a la literatura para consolarlo.

 Asistimos con pesar, a la extraordinaria erupción cutánea que colonizó su rostro como el fuego arrasa un secarral. Aquellos ojos verdes y atentos de la niñez, se entristecieron tras unos párpados caídos. Los labios encendidos de antaño se replegaron y dejaron como testigo de su existencia una línea fina e inexpresiva. Y si en algún momento pensamos que por herencia genética el muchacho llegaría con facilidad al metro ochenta, lo cierto es que no paso del metro sesenta y cinco.
 Leo no era ajeno a aquella cruel metamorfosis. Era como si, el don de la belleza, que nos fue regalado a mí, a su padre y a su hermana, se hubiera convertido en un insulto para él. Intentó esconderse tras un estilo estrafalario y abandonado:  gorras negras, pelos ralos y descuidados delante de la cara, pantalones raídos y zapatillas caras que desviaran la atención.

 Lo malo de los cambios físicos es que afectan a los psíquicos y provocan reacciones inesperadas. El primer espejo roto, que yo atribuí a un accidente, fue un aviso.  Después vendrían las fotos del álbum familiar, huérfanas de ojos de la noche a la mañana. Todo para evitar el foco de las miradas en su rostro. No le dimos importancia, era lógico que manifestase su malestar. Le recordábamos que la belleza de las personas reside en el interior, en la nobleza de sus actos que son, al fin y al cabo, los que se ganan el amor y el respeto de sus semejantes.
  No obstante, a Leo le sobraba inteligencia para saber que mis palabras eran huecas y la realidad, tozuda.  Su fealdad asombraba. Y la amargura con la que llevaba su desgracia, repelía.

 Se convirtió en un joven viejo, amargado y ruin. Los pocos amigos con los que contaba, acabaron tirando la toalla. Producto de aquel cúmulo de circunstancias, compensó la soledad con visitas diarias a la biblioteca. Al terminar el bachillerato, dejó los estudios y comenzó a trabajar como vigilante nocturno donde llenaba las horas muertas de lectura. Le gustaba en particular, una novela de José Saramago. Ajena a las consecuencias, le alabé el gusto.

Recuerdo el detonante, la noticia en el periódico que nos dejó estupefactos, pero no reparé en el significado de aquella sonrisa y el rostro relajado de Leo hasta más tarde. Ahora que los perros nos guían por el camino, ahora que la belleza es invisible, ahora que se extiende sobre la faz de la tierra la plaga de la ceguera, quien todo lo provocó y no lo sufre, es feliz. Y la felicidad de ese reyezuelo cobarde que nació de mis entrañas, me asusta.

viernes, 21 de junio de 2019

Regalo de comunión


 La muñeca vieja observa desde la esquina en la que fue arrinconada, el rostro que asoma entre las sábanas. Los rizos desechos sobre la almohada, algunos empapados de sudor, parecen querer escapar del febril arrebato de su dueña. Una respiración entrecortada con intervalos de fatiga, infla y desinfla el embozo. En alguna cenefa ha quedado prendido el rastro amarillento de una expectoración. La habitación, aún sin ventilar, soporta la pesada atmósfera de la enfermedad. 

La muñeca con los ojos clavados en el perfil de la que fuera su compañera, parece que tuviera hoy un brillo humano en la mirada. Sin embargo, el padre que entra para ver cómo está su hija, no se detiene en juguetes inservibles.  Así que comprueba con el termómetro la fiebre de la niña, la incorpora un poco y le ayuda a tomar un paracetamol. Le preocupa la sequedad  extrema de los labios, la  expresión ausente y la falta de energía.  A media tarde, cuando la fiebre ataque de nuevo, llamará al médico, consternado.

La casa se ahoga en una calma tensa durante días. La madre, cada vez que viene del trabajo, entabla una conversación de susurros con el padre antes de entrar. Se sienta junto a la niña, le acaricia la cara, la abraza, le cuenta un cuento. Tampoco ella reparará en la asombrosa transformación de la muñeca, ahora con las mejillas rosadas, los labios de un rubí arrebatado y las pestañas negras y alargadas. La madre, recelosa de aquella extraña muñeca que tenía a su hija hipnotizada, la hubiera tirado a la basura sin dilación. Pero ahora no puede más que observar estupefacta el cuerpo de la niña sobre la camilla de la ambulancia que se la lleva al hospital.  La extraña patología hará estragos esa misma noche.

Eso no lo saben más que la enferma y su muñeca, feliz de que nadie repare en ella ni se fije en su repentina lozanía, en su frescura.  Es tal el cambio, que ni siquiera Elisa, la hermana, ha reconocido a la muñeca de la Primera Comunión. Y se la lleva a su cuarto, un poco resentida de la falta de atención de sus padres, que acompañan a la moribunda al hospital. La ocultará como recuerdo de la que fue su hermana, entablará largas conversaciones con ella, se enfadarán y la desgracia visitará de nuevo la casa.

lunes, 17 de junio de 2019

Aberville House


 La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.  Mi amigo, al que no veía desde hace años, habitaba una mansión de estilo georgiano, Aberville House, horadada por enormes ventanas que de lejos parecían bocas de asombro. Conforme me acercaba noté como alguien apartaba un visillo de la planta baja y se abría la puerta,  jalonada con columnas de mármol veteado. Recibí el saludo de un mayordomo serio y envarado que me llevó a la biblioteca donde descansaba el cuerpo enjuto y enfermizo de mi amigo.

 Me costó reconocerlo; se habían borrado el porte atlético y la mirada audaz del que estaba acostumbrado a pasear de la mano del éxito. Raimond, que así se llamaba, tenía el rostro demacrado y una delgadez extrema a causa, según me contó, de una extraña enfermedad que lo había llevado de médico en médico pero con escasos resultados como se podía ver.

Alargó la mano, una cordillera de venas y huesos, para ofrecerme asiento a su lado y al de poco rato apareció, la que me dijo era su esposa, Marianne. La mujer, de singular belleza, pero con la mirada huidiza y sufriente de la ansiedad, saludó con una inclinación de barbilla e hizo amago de sentarse junto a nosotros.

El gesto reprobatorio de Raimond la sacó de la sala. Bajé la mirada y me detuve en los botones de mi camisa, para evitar presenciar la embarazosa escena. Mi amigo continuó más relajado con su historia: al parecer no tenía demasiadas esperanzas respecto a su enfermedad, que ya consideraba crónica. Y recordando la amistad que nos unió siendo estudiantes, pensó que yo podía ayudarle. Le preocupaba sobre todo el cambio de su mujer conforme iba avanzando su mal. Me contó el grato consuelo que supuso contar con los cuidados y el amor solícito de su esposa al conocer el diagnóstico: revisaba los menús diarios a fin de que se adecuaran a su sensible estómago; una silla de ruedas le permitió dar largos paseos con ella cuando el tiempo lo permitía y,  una vez por semana acudía una masajista para aliviar su dolor articular. Pero los últimos meses, Marianne evitaba sacarlo a pasear con excusas anodinas tales como indisposición o jaquecas al principio, e inesperadas escapadas a la ciudad después. Mi amigo me comentó que Marianne era la dueña de la casa y contaba con la lealtad del servicio, por lo que no se fiaba y prefería que yo lo ayudase con sus pesquisas dada su capacidad limitada en aquellas circunstancias.  Así que me pidió que vigilase de manera discreta las andanzas de su esposa. En esto se resumía la encomienda que me tenía reservada.

Estuve varios días espiando las rutinas de la esposa pero no advertí nada señalable. Una de esas mañanas me hice el encontradizo a fin de poder entablar una conversación con ella. Para mi sorpresa, me contó que su marido, antes amable y cariñoso, se había vuelto huraño e incluso despótico en sus exigencias y deshecha en lágrimas me confesó que tanto el cambio de carácter como la propia enfermedad no era otra cosa que producto de la maldición que pesaba sobre Aberville House y que llevó a la tumba a varios hombres de la familia. Marianne, que nunca creyó en aquellas fabulaciones, se sentía ahora culpable. Volvimos a casa y durante el camino intenté consolarla presentando en mi discurso numerables argumentos contrarias a todo tipo de supersticiones. Y que vería las cosas de otra manera, una vez  mi amigo se hubiese recuperado. Pasé mi mano sobre los hombros de la mujer que parecía más aliviada y censuré el deseo de abrazarla por la amistad que me unía a su marido.

Repetimos varias veces nuestros encuentros en la ciudad. Desaté los lazos filiales que me limitaban y me lancé a una pasión inesperada e irracional.  Al volver, me reunía en la biblioteca con Raimond que, arrebatado por la ansiedad y los celos, escuchaba con atención mi relato inventado sobre la visita a un médico o un café con alguna amiga misteriosa, a la espera de la traición o engaño que dejaba para el siguiente coloquio. Pero el tiempo corría en su contra y yo agradecía secretamente el cerco al que lo sometió la enfermedad hasta acabar con su vida. Con sentimientos encontrados de alivio y mala conciencia, acompañé a la viuda enamorada en el sepelio. No tardé en instalarme cómodamente en Aberville House, con la que en breve se convirtió en esposa. Sin embargo, su carácter apasionado iba minando mi espíritu poco a poco. No le encontraba explicación: yo era un joven fuerte y saludable, hasta que un día, en la bodega, encontré el retrato romántico de una bella mujer que no era otra que Marianne retratada siglos atrás.  Aparecía sentada, con la mirada fija hacia el espectador, pero lo que más llamó mi atención fue el pequeño insecto que paseaba sobre su mano. Aquella imagen y el escalofrío que le siguió, descubrió la naturaleza de mi amada, mantis eterna que se alimentaba de los humores de sus innumerables esposos.

Comenzando un relato a partir de una frase de Poe, "La Casa Usher"

domingo, 19 de mayo de 2019

La mágica niña sin rostro


 Las horas pasan tranquilas aquí. Pocas cosas modifican la rutina diaria. Hoy ha sido distinto: por la mañana la niña sin rostro aparta la valla, avanza, agarra las rosas mustias y las cambia por otras más lozanas. Son rosas amarillas. Muy bonitas. La muchacha, clava las rodillas al piso y con las manos unidas susurra una oración.  Afloran las lágrimas y un río como una catarata moja su carita infantil. Su carita sin ojos, sin labios, sin pómulos. Su carita plana. Todo río. Río listo para provocar una inundación.
 Poco a poco, las lápidas van flotando por un camposanto fluvial. Chocan. Forman una armada mortuoria. Hasta un muro oscuro. Y  lo  traspasan. Los villanos, asustados, van hacia la parroquia. Son oídos por un párroco alucinado. Algunos huidos alcanzan la montaña, otros nadan por la mar. Muchos acaban ahogados.  La niña corta su llanto y da fin a la riada. Dos ojos garzos dibujan su cara.
    Las familias, dan gracias a Dios, más no confían.  La niña sin rostro, ahora con ojos, ya sin lágrimas, aparta con suavidad las hojas mustias acumuladas junto a la lápida. La hojarasca oculta lindas palabras para honrar a la difunta, grabadas a mano. Son primorosos tattos lapidarios. Frota con garbo la lápida.  Al frotar, asoman las llamas. La villa,  sin pausa,  grita asolada por mil fogatas. La parroquia, arrasada, ya no cobija a sus discípulos.
  Casas salpicadas con tonos rojos y anaranjados absolutos, abrasan a sus inquilinos. Hogar transformado. Trampa mortal. Formas humanas absortas, oscuras junto al agua.  Cuatro vivos por milagro divino.
   La niña ha acabado su labor. Una sonrisa cautivadora dibuja su cara. La lápida brilla tanto como un sol acariciando una playa agostada. La niña con rostro abandona un camposanto ora inundado, ora calcinado. Y  carga la mochila  con una sonrisa núbil  y  unos fantásticos  ojos garzos. 


Ejercicio sin "e";))

jueves, 9 de mayo de 2019

Primus inter pares


Sí, hijo de esclavo nací, siervo de la gleba de mi amada Rusia. Y como tal fui criado. De mi padre aprendí a ser agradecido y bajar la cabeza al paso del señor, tutor de nuestras vidas. Recuerdo el día en que la curiosidad me hizo levantar la mirada. No se le escapó a mi padre. Parecía esperar la oportunidad para castigarme. Es por tu bien, decía. La piel dura.  Sí no, la desgracia se estampará en tu cara.

A la mañana siguiente, el camino a la escuela se me hizo interminable. Los pies, helados, se hundían en el barro con las botas empapadas, sin chanclos. A la vuelta ya noté los síntomas de la primera pulmonía de mi vida. No me llevó al otro barrio gracias a los ruegos y sollozos de mi madre a nuestro señor. No debemos perder brazos para el campo, afirmó e hizo llamar al médico  mientras mi madre se arrodillaba y retorcía en reverencias.

 La visita fue providencial. No sé qué influyó más en aquel hombre, si mi fisonomía pusilánime y frágil -agravada por la enfermedad- poco apta para tareas agrícolas o las buenas migas que hice con su hijo. Abandoné la casa de mi madre. La pobre, asombrada musitaba: ¡ungido por la gracia! y pasé a propiedad del médico. El hombre habló con nuestro amo. Vista mi estampa todavía convaleciente, concluyó que no perdía gran cosa y debía mucha salud a su médico.

  De la noche a la mañana, me vi en una mansión con cama propia al calor de los establos, para distracción y compañía de Misha, el hijo del médico. Un chico simpático y alegre, con escaso interés para el estudio. Le ayudaba todo lo que podía. Era mi salvoconducto. El doctor me lo advirtió: Ayuda a mi hijo y ganarás la libertad. Soportaba las bromas con entereza. La piel dura. Como decía padre. Los domingos cantábamos en el coro. Privilegio vedado a siervos. Mi voz debía de ser del agrado del pope, al que ni una sola vez olvidé dar las gracias y besar su mano. Ungido por la gracia. Como decía madre.

No sólo me aplicaba en los estudios, sino en cualquier tarea que me fuera encomendada. Un día mientras cargaba fardos de carbón en una carretilla, mi amo se fijó en mí. Al día siguiente estaba trabajando de mozo en una tienda que tenía arrendada. Yo me encargaba de los pedidos a domicilio. No me faltaban propinas. Mi rostro aniñado y buenos modales me abrían las puertas. A veces veía la mirada compasiva de alguna señora que murmuraba: ¡Qué destino de esclavo, para el rostro de un zar! Otras me abrumaban con caricias y favores que debía ocultar. La piel dura, ungido por la gracia. Así amansaba al león que iba naciendo en mi interior.

 Lo malo era que me resultaba más duro ayudar a Misha. A veces me distraía o me quedaba dormido. Debía evitarlo. Su fracaso era el mío. Y era reprendido con severidad. Esa severidad despertaba al león. Una docena de azotes y privarme de mi ración de sopa y pan eran los castigos habituales. El león rugía. Y yo rezaba: la piel dura, ungido por la gracia. Me mantuve despierto. Mejoré los resultados del hijo de mí amo. La Universidad se abría para él. Fui premiado con la libertad.

Si bien era libre, me debía a Misha. Por el día trabajaba en la tienda, intentaba seguir estudiando por las noches, pero fue inútil. Vigilaba la vida disoluta de mi compañero. Lo recogía en burdeles, aliviaba sus resacas, aguantaba sus golpes. La piel dura. Un duelo de honor terminó con su vida. El león se apacigua. Conseguí completar mis estudios universitarios. Ungido por la gracia.

El león, callado observa. Sale de su guarida. No ruge, no brama. Distingue a lo lejos al padre, a la madre. Están abrumados. Diría que incluso avergonzados por la audacia y osadía del hijo que pasea su porte aristocrático mientras la plebe retrocede. Y la madre murmura una revelación: La piel dura. Zar entre los siervos porque te ven libre y siervo entre los zares, porque te verán siempre esclavo.

sábado, 4 de mayo de 2019

Verano azul


   La señora Carmen abre la ventana y el lienzo se rebela: en primer plano, los guijarros, caídos como una tromba de granizo contra el cristal, esparcidos por el suelo. En segundo plano, unos muchachos a la carrera borrados por la estela de polvo. Al fondo la montaña, dispuesta a ahogar en su garganta hasta el último rayo de sol.
   Es un alivio comprobar que no se ha roto nada.  De vuelta a la cocina, agarra la botella de brandy con forma de mujer y da un trago. La botella tiene vestido de volantes, de fondo rojo con topos negros. Un campo de mariquitas. La mujer de cristal guarda un mar dorado y tambaleante en su interior. Otro trago. Carmen concentra la mirada en el vaivén del alcohol y cae medio mareada al suelo. Su cuerpo serpentea hasta alcanzar la puerta e intenta ponerse en pie. Se calza unos zapatos y sale de la casa. Los brazos en cruz le ayudan a mantener el equilibrio. Se recompone y alza la cabeza. No quedan muchos metros hasta la taberna. Los muchachos ya no volverán. Son jóvenes e inconscientes. Como lo fue el suyo. Pero esta vez no han roto el cristal, no han gritado. Ni siquiera han insultado. El juego cesará pronto. A finales de agosto.
 La taberna, se le acerca como barco a puerto. En el umbral, Benita la mira con preocupación. La toma del brazo y la mete dentro.
  Cada vez estás más flaca, Carmen. Entra y come algo. Tengo boquerones. Ya los he visto pasar como una exhalación, menudos cabrones. No son más que una panda de cobardes. Y mira que le tengo dicho a Conchi que su hijo es el peor, que chincha a los demás y luego es el primero en desaparecer. Ni caso, que son cosas de chiquillos. Valiente sinvergüenza.

 Carmen, que espanta la conversación con la mano, se sienta a la mesa e intenta tragar un boquerón. Reprime una arcada perfumada de alcohol. Tiene que dejar de beber, se dice, y al minuto pide un brandy. Ni hablar, lo siento. Ya tienes bastante metido en el cuerpo. Come algo, aunque sea un trozo de pan, anda. Asienta algo sólido en ese estómago o caerás redonda, por Dios.

  La mujer suplica clemencia por parte de Benita, coge un mendrugo  y se lo mete en la boca. He oído a los muchachos que han vuelto a reponer “Verano azul” ¿es verdad, Beni? Si, ya te lo pongo. Pero si me comes el pan con una taza de café con leche ¿qué me dices? Vale, ponme ese café.

 Beni toma el mando y cambia de canal. Los viejos que juegan al dominó aplauden la decisión, todos excepto dos forofos del Athetic  que protestan, pero nadie les hace caso. Verano azul se rodó aquí ¿no sabían?  Hasta hace poco tuvimos el barco de Chanquete en la rotonda. Fueron buenos tiempos para el pueblo. Y para Carmen ¿verdad? El viejo calla tras el codazo que le asesta su compañero. Sin embargo, ella no se ha enterado;  tiene la vista fija en la pantalla.  Mira, Beni que guapo mi Pancho. Era el más guapo. Y el más noble, Carmen. Eso lo sabemos todos.

 Benita se sienta y escucha a su amiga. ¿Sabes, Beni? Tengo una botella preciosa de una mujer con faralaes. Me la regaló Panchito.

  La tabernera lava el rastro de lágrimas de la borracha y deja caer las suyas. Y cuando termina el capítulo, tararean la canción que todos conocemos como un himno, la que silbamos con la cara al viento, iluminada por el sol que muere a la tarde. Montados en las bicicletas, dejando atrás la vida en la playa.

viernes, 26 de abril de 2019

La viuda afortunada

Margarita ríe secretamente la ocurrencia de sus herencias inesperadas. Sobre todo, cuando coge el autobús camino de su nuevo trabajo. Tarde o temprano habrá que desecharlas para justificar sus fluctuaciones económicas. Pero le divierte ser la comidilla del barrio. Ella no era precisamente una mujer de la que hablar en ningún sentido. Si alguien preguntase por sus cualidades, estaba segura de algo: nadie destacaría nada en especial. Era normal en el trato, normal en sus costumbres y normal en la relación que tenía con su difunto marido y sus hijos. Sus hijos. Esos sí que no eran normales. Ni siquiera aparecieron el día del entierro. Pasó una vergüenza terrible.  Los dos habían cursado estudios financieros y trabajaban en un banco suizo. Arreglaron el asunto con una llamada telefónica y disculpas por encontrarse cerrando una operación de fusión para el banco. Margarita se enfadó. Nada podía ser más importante que despedirse de su padre. Ellos se disculparon enviando cantidades importantes de dinero de manera periódica a su madre. Un porcentaje de beneficios de dividendos, dijeron.  No sabían nada del asunto de la póliza de seguros, pero eran conscientes de que la situación económica de su madre no era desahogada.
Así que de la noche a la mañana y teniendo en cuenta el cambio de francos suizos a euros, Margarita gozaba de un nuevo estatus. Y se puso a hacer lo que siempre había querido.
 Le estuvo dando vueltas a la póliza del seguro. Buscó un local para invertir en una entreplanta del centro, bastante arreglado de precio y sin necesidad de reforma. Pensó en comprar un turbante plateado, una mesa camilla y una bola. Pero aquello le resultaba trasnochado. Quería dar un aire más profesional al arte de la adivinación. Así que una mesa tipo despacho, unos pañuelos de papel a disposición del cliente y una agenda bonita, le parecieron más adecuados.
Los comienzos, más en una novata, no fueron fáciles. Publicó un anuncio en los clasificados del periódico. Surgió efecto al cabo de pocos meses.
A pesar de su evidente normalidad, tenía el don de fijarse en los detalles. Esos que -ahora más que nunca- pasan desapercibidos. Ella, además de reírse para sus adentros, nunca usa el móvil en el autobús. Le resulta más interesante ojear los chateos de sus compañeros de asiento y colar entre sus bolsillos, una tarjeta de visita. Pican más de lo que se podría pensar. Con las personas mayores es más fácil, siempre están dispuestos a conversar y contarte sus problemas. Antes de que se alarguen le ofrece la tarjeta con el nombre de “Margot, vidente” en grandes caracteres.
No obstante, todos los negocios tienen sus dificultades: hay que pagar el alquiler, la licencia de actividad en el Ayuntamiento y por supuesto, el seguro de autónomos. Los meses buenos, se premiaba con algún trapito. Siempre fue un poquillo manirrota. En los meses flojos, cuando el dinero no le llegaba hasta recibir los dividendos de sus hijos, recurría a las herencias.
Ahora disfruta con las miradas de curiosidad, los cuchicheos de las vecinas a su paso, o la cara de sorpresa de la cajera cuando disimula enrojecer o estar apurada por no poder pagar la cuenta.
 Se siente fuera de toda mediocridad, encantada con su vida secreta.  Deja de ser la sombra apagada de una viuda que honra la memoria de su marido. La vida discurre agradable, como el trayecto diario que la lleva a su trabajo. Está orgullosa, sobre todo al ver cómo con el tiempo va afinando su don. Sabe que muchos colegas -de esos que salen en la tele- carecen del sentido ético que debería haber en esta profesión. Y se aprovechan de la debilidad anímica de las personas para generar falsas expectativas. Ella no es así. Ha comprobado que los gestos, la fisonomía de las manos y las miradas huidizas son auténticas pistas de información. Al igual que las preguntas que le hacen. Observa cómo se les va la vida esperando respuestas. Su función principal es la de escuchar. E interviene solo en momentos determinados. Ser dulce, comprensiva y apuntar, aunque sea cualquier tontería. Los pacientes –como a ella le gusta llamarlos- se sienten atendidos. Y como  Margot, escapan por unos momentos  de su invisibilidad.

martes, 9 de abril de 2019

Mis favoritos/42

Imagen tomada de la web 


Hace poco terminé de leer "Serotonina", lo último de Houellebecq. No creo que exista un escritor mejor en Francia en estos momentos. Detallista, meticuloso, incisivo analista del mundo que le toca vivir. Michel ahonda en la poza séptica de la decadencia y sus manifestaciones contemporáneas. Mucho se habla de la misoginia de Huellebecq, de su carácter inquietante o de la ira que descarga contra su madre. En mi opinión, pone por escrito el subconsciente masculino abrumado por los cambios y la pérdida de su identidad dominadora. Este autor agita todo, como un predicador: la transformación en la pornografía, el auge de la perversión moral, las estocadas permanentes al mundo rural en pos de la globalización alimentaria, el hastío, el hedonismo o la anestesia social. Sin ataduras,  pues esta es la razón de ser de cualquier manifestación artística. 

martes, 2 de abril de 2019

Mis favoritos / 41

Imagen tomada de la red

Un viaje de trabajo me llevó a la librería Abaco  de Madrid en la que me hice con este ejemplar.
 Barbara Baynton era desconocida para mí. Es una novelista australiana, que con este libro tan singular, consiguió la atención de una editorial inglesa puesto que en su país no fue aceptada. Probablemente por su carácter atípico.
 En "Estudios de lo salvaje" Barbara Baynton hilvana una serie de relatos en los que todas las protagonistas son mujeres que tienen que luchar contra la adversidad en un medio hostil. Un medio en el que los hombres no son desde luego sus mejores compañeros. Y así lo denuncia. Con inusitada sutileza, la señora Baynton habla ya finales del siglo XIX, del maltrato y las vejaciones a las que son sometidas las mujeres. Pero, a la vez,  crea arquetipos femeninos atípicos: mujeres fuertes, independientes y admiradas. 
Mujeres que contribuyen también a la colonización del continente australiano. Probablemente una lectura incómoda en su tiempo. 

lunes, 1 de abril de 2019

Vidas de perros

Aceptar aquel encargo podía solucionar mis problemas de dinero pero suponía hacer el ridículo del modo más espantoso. En tres días vencía el pago del alquiler y estaba sin blanca, así que no tenía demasiadas opciones.  Llamé a mi amiga Nuria y le dije que aceptaba ocuparme de sus perros mientras pasaba un mes de vacaciones en La India. Además, podía quedarme en su casa, un ático con vistas impresionantes en plena Diagonal. En cuanto Nuria abrió la puerta, un par de dogos se me echaron encima y casi acaban conmigo en el suelo.
—¡Qué maravilla!, ¡qué bien habéis conectado! La verdad es que son un par de bobalicones—Nuria palmoteaba divertida.
—¿Tú crees? — yo intentaba recomponerme tras la embestida.
—¡Por supuesto, Elena! ¡Vamos, dos besitos y nos vemos en un mes! ¡Que pierdo el avión! Te he dejado las instrucciones en la cocina. Y las llaves. No te preocupes,  llamaré de vez en cuando. 
Y Nuria desapareció con su voluminosa maleta.

Tenía miedo de la reacción de los dos una vez que su dueña se hubo marchado.  Me imaginaba que comenzarían a gruñir. No sé si han tenido la ocasión de ver un dogo o gran danés de cerca. Tienen la cabeza estrecha y alargada, el cuerpo extremadamente musculado y una expresión de seriedad que invita a mantener las distancias.  Sin embargo, esta pareja daba la impresión de ser bastante tranquila. Así que me dirigí a la cocina para ver las indicaciones de mi amiga. Los perros me siguieron mansamente. Parece que todo iría bien.

Me senté a leer las indicaciones que Nuria me había dejado. Mejor dicho, el manual en el que estaba reglado de manera meticulosa todo lo que debía hacer con los animales.  Para la noche, me había dejado un par de entrecots para ellos y una pechuga de pollo para mí.  No me hizo mucha gracia sentarme frente al televisor con mi pechuga mientras los otros se ventilaban los filetes, pero debo reconocer que fue mi mejor tarde.
 Los perros se tumbaron a mi lado y no dieron nada de guerra. Se les veía relajados. Cuando terminaron de comer, se fueron cada uno por su lado. Por lo visto, tenían habitaciones propias: la blanca era del macho, Apolo y la negra de Medusa, la hembra. Como pude hojear en el manual,  en sus correspondientes vestidores encontraría la ropa para cada día de la semana. Me aconsejaba que en lo posible, procurara amoldar el color de mi vestimenta al de las mascotas. Para evitar estridencias.

 No salía de mi asombro. Cerré el libro y me quedé dormida en el sofá.

A la mañana siguiente organicé el día según las instrucciones. Un aspecto muy importante y que no debía descuidar, era el régimen de comidas: a las 8.30 un bol de cereales integrales con bebida de avena y unos taquitos de jamón de bellota. Después, ducha de hidromasaje para fortalecer los músculos y vestirlos con ropa deportiva para salir a correr. No debía olvidar la correa -parece que Nuria había tenido problemillas con algún vecino-  ni las bolsitas para los excrementos. Mientras lo leía, pensaba que esto era lo más desagradable del encargo. Como pueden imaginar, los zurullos de un gran danés son directamente proporcionales a su tamaño. Pero lo que no me imaginaba era que debía recoger una muestra por semana y guardarla en la nevera. El veterinario personal, pasaría todos los viernes a recogerlas. Me había dejado, como era de esperar, ocho botes. Así que saqué de mi petate una vieja sudadera y me fui a correr con Medusa y Apolo.

 El portero de la urbanización me dirigió una mirada compasiva. No sería la única del día.

En cuanto salieron del portal, los animales comenzaron a correr desbocados hacia un parque cercano. Tiraron de mí como un carro de trineos hasta que la correa cedió y caí de bruces al suelo. Afortunadamente un chico alcanzó a los chuchos y me los trajo de vuelta. Noté su mirada de rechazo en cuanto se percató de sus lujosas sudaderas.
—¡Solo los cuido! —me justifiqué. Ni siquiera me oyó.

Pasé dos horas en la calle, sujeta a aquellas mascotas enormes, me disculpe con varias personas,  recogí sus cacas, igual de descomunales. Pero no estaba dispuesta a llevármelas a casa. Soy muy regular en mis deposiciones y no tendría problema en dar el cambiazo. Creo que tanto Apolo como Medusa, no pondrían objeciones.

Eran cerca de las 13.30 y estaba agotada. De vuelta a casa, me puse a preparar el almuerzo para mis bestias. Tocaba asado de cordero. Deshuesado. Nos sentamos a la mesa, les puse sus baberos –caprichos de Nuria- y cambié mi dieta de pechuga por un buen trozo de asado. Después, a recoger y limpiar todo aquel desaguisado.  A la tarde visita a la peluquería canina.

 Así día tras día. Mi amiga no llamó ni uno solo.

Solo ocasionalmente y si estaban nerviosos, Nuria aconsejaba  darles una pastillita para dormir. Se convirtió en costumbre. Ellos lo agradecían. Y yo también. En aquel agitado mes bajé unos 5 kilos y sumé 48 arañazos.  No sé qué hubiera sido de mí sin aquellas pastillas.  
El día en que volvió Nuria, la abracé como si fuera la única persona que quedaba sobre la Tierra. Ansiaba terminar con el trabajito. Debo reconocer que Nuria agradeció mi paciencia, los perros se despidieron cariñosos y yo recibí mi dinero.  Estaba contenta.

Sin embargo, al de unos días Nuria me llamó algo preocupada e inquisitiva acerca de la dieta de los dogos. Me quedé estupefacta.  El veterinario le había comentado que tenían lombrices. 

miércoles, 27 de marzo de 2019

Trayectorias

En la terminal, me paro frente a la cinta transportadora para localizar la maleta. Será difícil que me acostumbre al clima continental de Berlín, pienso al recibir el golpe de aire helado. Me aseguro de llevar en el bolsillo la dirección de mi hijo. Será una sorpresa agridulce. Tendré que adornar las circunstancias del despido, seco y aséptico. Arrastro la maleta que traquetea por el empedrado como quien carga con la derrota a sus espaldas. Hurgando entre la maraña de pensamientos, busco las palabras adecuadas, la justificación. Como si yo fuera el culpable. Me invade un vahído. Es la sensación de fracaso. Antes de llegar al portal, me escondo en un bar y pido un café. Afortunadamente, café es una palabra universal. Envuelvo la taza con mis manos y recibo el calor. Me inclino. Agradecería ver el futuro reflejado ahí abajo, en el poso. Tener la certeza de haber tomado una  buena decisión. De que, a pesar de los años, puedo continuar en otro sitio. Sin embargo, el estrépito de una bandeja que cae al suelo, hace que me gire para ver el rostro del camarero, torpe e inexperto. Tan parecido al rostro de mi hijo.

sábado, 23 de marzo de 2019

Jean Renoir


 Llegué sobre las doce del mediodía a las inmediaciones del lago. La brisa, leve, otorgaba a la superficie un movimiento ondulante y periódico. Era un día primaveral, de esos que por sorpresa aparecen a mediados de marzo. De haber sido sábado, el lugar hubiera estado abarrotado de familias.
 Me puse la mano a modo de visera para avistar la cabaña en la que se alojaba Marie con su hijo. Estaba de suerte: el pequeño estaba sentado fuera y sus brazos apenas alcanzaban las piezas del Lego desparramadas sobre la mesa.

 Estampas de niñez que se replican en el tiempo, pensé.

 Me mantuve a distancia. Era arriesgado. Con toda probabilidad, ella estaría dentro. Pero su coche no estaba aparcado. Y Marie nunca dejaría solo a su hijito. Saqué los prismáticos de la guantera para observar mejor la cabaña. ¡Vaya! Por lo visto,  a mamá no le iba tan mal: le daba para contratar una niñera, bastante glotona, distraída y muy pendiente de las redes sociales. Desde mi improvisado observatorio podía distinguir su silueta tumbada en una habitación del piso superior con los auriculares puestos mientras tecleaba frenética en su móvil.  De vez en cuando, acercaba su mano a la mesilla para coger la tarrina de helado. No tenía intención de compartirlo con el pequeño.

El día iba a resultar de lo más prometedor.

 Imaginé la manera de acercarme. Cruzaría en coche por el puente. Lo aparcaría en un lugar discreto y después, ¿Ayudarle con el Lego? Seguro. Siempre inspira confianza alguien que se presta a ayudar. El niño de Marie, acostumbrado a la blandura materna, agradecerá la robusta compañía de una figura masculina. Tendría que buscarme un nombre. Tal vez, Jean Renoir. Sí. Me aguanté la risa mientras encendía el motor.
 El coche cruzó el puente con suavidad. Muy cerca, un sendero cuidado con primor conducía hacia la cabaña.
 Los pasos se acomodan a la gravilla, las orillas están salpicadas de parterres con flores multicolor. Marie cuida los detalles, quiere un hogar para su hijo. Conforme me acerco, distingo el perfil infantil que, ahora arrodillado sobre la silla, puede alcanzar todas las piezas. Está concentrado, intentando colocar una pieza negra que no encaja bien. Por puro instinto, acaricio la pistola que guardo en el bolsillo y emito un leve silbido, para que la criatura no se sorprenda cuando aparezca. Enseguida veo su cabecita ladeada hacia el sendero. Sonrío y él sonríe también. Es un buen crío.
—¡Vaya, cuántas piezas tienes! ¿Qué vas a montar? —me presento.
—¡Un avión! Esta es la cabina — señala la pieza negra.
El niño, bastante habilidoso, ha conseguido con cinco piezas, unas alas y un fuselaje convincentes.
—¡Está muy bien! Uhmm, ¿Cómo te llamas? Habrá que saber el nombre del piloto.
—¡Sííí! ¡Soy el piloto Pierre y conduzco este avión! —palmotea el pequeño.
Así que Pierre. Compruebo que a Marie no le agradó mi sugerencia. Era de esperar.
—Mucho gusto, Pierre.  Me llamo Jean Renoir, ¿puedo jugar contigo? —acerco mi mano en señal de saludo, el niño me ofrece la suya con gesto serio, de adulto y la agita con fuerza.
—¡Vale! —el pequeño Pierre abre los ojos encantado. Es posible que pase mucho tiempo solo.
—Sí, pero me ha dicho mamá que te acerque al trabajo. Tenemos una sorpresa para ti. Así que, ¿me acompañas? –debo actuar rápido. La golfa de arriba puede bajar en cualquier momento.
—¿Te envía mamá? Me dijo que iríamos a casa del abuelo hoy.
—¡Claro!, pero mamá no puede venir. Soy un amigo del trabajo, he podido salir antes y voy a llevarte con tu madre. Luego iréis dónde el abuelo. Buen plan, ¿eh?
— Pero tengo que avisar a Cecile.
—No hace falta, Pierre. Ya está avisada. Mamá la llamó al móvil. —Le cojo de la manita.
 El niño se deja llevar con mansedumbre. Como ya he dicho, es un buen chico. Casi me apena que sea tan dócil, tan puro. Y que esa idiota siga en el cuarto de arriba, sin dar señales. A Marie, debería preocuparle. Pero mejor no. Estará nerviosa los próximos días.

domingo, 17 de febrero de 2019

Venus



 La señorita Edelweis, que ha cambiado su uniforme de ciudadana del nivel 3, por unos estrafalarios zapatos con tacón finísimo y una inverosímil falda con forma cilíndrica, se dirige a la sala de gestación para ver las evoluciones de su primer feto. Le acompaña su compañero, el ciudadano Odys nivel 8, perfectamente uniformado pero con signos de fatiga y preocupación en el rostro.
 La conversación, que activaron en modo privado pero hemos podido desencriptar, transcurrió como sigue frente a la cápsula del gestante.


—Tengo los documentos sobre antiguas formas de reproducción humana, Odys.
—Sabes que estás infringiendo la Ley de Asepsia, por no hablar de la intromisión en el departamento de Asuntos del Olvido, Edel. Nos arriesgamos mucho y ahora no es como antes. Está el bebé. Además, esa ropa ¿De dónde la has sacado?
—Encontré imágenes de ciudadanas vestidas así. De la época previa a la Gran Desolación. Y con una impresora a mano, listo.
—Quién se acuerda ya de aquellas ocho bombas nucleares, Edel. Como te gusta hurgar en el pasado ¿no te ha dado por revisar el archivo fotográfico de anomalías humanas? Dicen que hay millones. Un horror.
—No, aquello debió ser terrible. Pero lo anterior. Eso que no nos dejan ver los de Asuntos del Olvido. No parece tan malo, Odys. En las fotos parecen felices, las ropas son bonitas. Y son todos parecidos. Simétricos.
—Nadie es así ahora, cada vez hay más asimétricos, Edel. No compliques las cosas o nos dejarán sin niño.
—Bueno, niño, no sé qué decir. Míralo, todavía está en la fase cigoto. Amplía un poco más la imagen. Parece cómoda la cápsula que le ha tocado, ¿no?
— Sí, era la más adecuada para las aplicaciones que le vamos a descargar. ¿Prefieres que tenga dos o tres brazos multifunción?
—Dos, Odys, es más simétrico, más bello e igual de práctico. Como nosotros
—Pues fíjate en el de nuestros vecinos. Le han puesto tres. ¿has pensado en lo de los ojos? Creo que facetados, mucho mejor.
—De acuerdo, los eliges tú. Aunque antes estas elecciones eran más sencillas
—No seas ingenua, Edel. Diseñar un niño no es nada sencillo.
—¿Sabías que antes de la Desolación, los del nivel 1 se reproducían por fetos criados en sus barrigas y sin ningún tipo de diseño previo? ¡Increíble!
—Ya estás, con tus tonterías. ¿De dónde has sacado tal cosa?  Eso es imposible, salvaje y contra natura. Por no decir que, personalmente, me parece asqueroso.
—Imposible, no. Lo dicen los documentos, y también hablan del sexo.
—¿Ah, sí? Interesante. Cuéntame.
—Verás, era bastante primario. A base de fricciones rítmicas, caricias. No sé, cosas así.  Me hace gracia pensar en nuestros estirados del nivel 1 haciendo esos ejercicios. Tengo fotos.  ¿Las quieres ver?
—¿Las has descargado? No tienes arreglo, Edel.
—Fíjate, no utilizaban casco ni vibraciones, se les quedaba una cara como de éxtasis. Los cuerpos no tienen película protectora y eso que se tumbaban juntos y muy pegados. No hay camas separadas ni ondas expansivas de placer. ¿Tú crees que podríamos hacer algo parecido? O al menos probarlo, Odys.
—No sé. Da un poco de miedo ¿no? Así, sin nada ¡Y esas caras! Parece como si sufrieran. ¿Tú estás segura de que eso es un acto reproductivo? A lo mejor solo es apto para los del nivel 1. Y nosotros no somos como ellos, Edel.
—O eso es lo que nos han hecho creer. Salvo el nivel, yo no veo muchas diferencias. ¿De veras que no te pica un poco la curiosidad?
—Mentiría si te dijera que no. Pero tengo mis reservas, Edel. Es un acto fuera de ley. Pueden crionizarnos. O negarnos la cesión del bebé.
—¡No la necesitaríamos, cariño! Imagínate que me creciese uno aquí dentro.
-—¡Ja, ja, Edel! Eres terrible ¿Estamos en privado, no? Nadie se puede enterar y lo del niño en la tripa, si cielo. ¡Menuda idea! contigo vuelvo a creer en la ciencia ficción.

 En conclusión al informe, y habida cuenta de que la conversación tardó en encriptarse varios días, aconsejamos la detención inmediata de la pareja nivel 8 como medida preventiva, por actos delictivos contrarias a la Ley de Asepsia. Acto seguido, proponemos se lleven a cabo las medidas pertinentes para  comprobar que no se haya iniciado un proceso reproductivo anómalo que pudiera poner en riesgo la seguridad de la nueva especie.
Mil gracias a Luis Arana por su publicación.

martes, 5 de febrero de 2019

Jaque Mate


 Cuando escucho la voz que sale por los altavoces, me bajo; va a ser un día largo. Fijo los ojos en el suelo, abrumado por lo que me espera y, al levantarlos, encuentro su rostro. Inesperado. Reprimo el impulso de acercarme por un hueco en el camino abarrotado de abrigos. Me detengo; total, ¿para qué? Han pasado veinte años. Es curioso verla en el mismo lugar.
El tiempo, entonces, estaba vacío de prisa. No así el deseo, que tiraba de mí para llegar a la estación cuando quedaba con ella. Acuden a la memoria el abrazo, el beso, el cesto de la playa en el andén. Comenzaba el viaje. Sentada junto a ventana, apoyaba su cara en el cristal, con la mirada perdida en el paisaje, al compás del traqueteo del tren. Yo la miraba. Le recogía un mechón y lo apartaba detrás de su oreja. Aguantaba o disimulaba mi deseo. Cuando llegábamos a Sopelana, una riada de gente, cargada con sombrillas, niños y balones de playa, abandonaba el vagón. Nosotros bajábamos en la última parada. El tren se iba vaciando conforme avanzábamos. Nos acercábamos. Las manos, torpes e inexpertas, tropezaban con la cremallera o la hebilla del cinturón. Alguna mirada censora no aprobaba nuestros juegos y ella enrojecía. Nos deteníamos. Llegábamos al final. Nos gustaba el paseo de la ría hasta la playa. Siempre estaba tranquila. Corríamos para alcanzar la orilla y nadar hasta las boyas. Al salir del agua, otra carrera hasta tender, exhaustos, los cuerpos al sol. Después, los bocadillos de tortilla con arena y la partida de ajedrez. Lo traía en un estuche plegable y dentro, entre gomaespuma troquelada, iban colocadas todas las piezas. Aún recuerdo el olor a madera de cedro, cuando lo abría. La radio portátil hacía las veces de reloj. Me dejaba ganar. Nos reíamos a carcajadas. Al atardecer, la puesta de sol, los pies colgados en el rompeolas. Nos hacíamos fotos. Recuerdo el sabor a sal, las promesas y el adiós. Está más bella que antes. Una vez, de regreso a casa, perdimos el tren.

Mi aportación a "Relatos para el andén", iniciativa literaria para conmemorar el 125º aniversario de la llegada del tren a Plentzia

jueves, 31 de enero de 2019

Campanadas


Levanto la vista hacia el reloj mientras mantengo en una mano el vasito de plástico con las doce uvas y en la otra la copa de champán. No sé muy bien qué hago aquí, rodeada de desconocidos. Me cuesta mantener el equilibrio entre las oleadas que me llevan y traen. Tampoco entiendo esa costumbre cada vez más extendida de disfrazarse. Me molesta el matasuegras que un crío se empeña en meterme por la oreja. Comienza a bajar el carillón y, como si de un complicado logaritmo se tratara, la joven que tengo a mi derecha me explica la importancia de distinguir entre cuartos y campanadas. Debe de ser crucial para evitar el atragantamiento. Le agradezco la explicación con una sonrisa profesional y miro el vasito con las uvas. Suena la primera campanada, la chica de al lado me da un codazo para que comience a tragar. No me inmuto. Con disimulo, inclino el vaso y comienzan a caer las uvas. Una a una. La chica me mira escandalizada. Le ofrezco mi copa de champán. Me alejo del lugar con la sonrisa en mi cara.
Es agradable caminar por las calles vacías una vez has abandonado el tumulto de la Puerta del Sol. Arrebujo las manos en los bolsillos y llevo mis pasos hacia Preciados. Me siento bien. Empiezo el año sin ataduras, con libertad plena. Oigo a lo lejos los gritos de bienvenida al 2019. No puedo evitar una sensación de extrañeza, como si vinieran de otro planeta. Despido bocanadas de aire condensado y elevo las solapas del abrigo; la temperatura comienza a descender. Evito los bares, atestados de gente que brinda y se abraza.
Continúo mi solitario paseo, pero el frío me obliga a buscar cobijo. Las luces de un bar apartado llaman mi atención. Está vacío y el camarero limpia con parsimonia la barra. Me apresuro a pedir un café. El hombre frunce el ceño; parece que a estas horas solo se sirven copas. Sin embargo, el espíritu navideño se pone de mi lado y, compadecido de mi tiritona, calienta un poco de leche y prepara un descafeinado. Ya tenía la taza en los labios cuando una carga de confeti invade el bar y el camarero se anima a descorchar botellas. No puedo evitar una mueca de fastidio y giro mi silla dando la espalda al tumulto. No por mucho tiempo; unos dedos tamborilean sobre mi hombro y tensan mi espalda. Me giro. Veo a la jovencita tonta de la puerta del Sol. No me gusta cómo me mira. Me dice que me va a dar una nueva oportunidad. No entiendo nada. Apenas tengo tiempo para preguntarle qué es lo que le pasa cuando me agarra por el brazo, me aprieta, me saca del bar. Está furiosa. Tanto como para sentir una pistola clavada en la espalda. Me lleva a un callejón mal iluminado y allí, sí. Contemplo el resplandor metálico del arma. Mis piernas flaquean, me siento en la acera, la pistola persigue mis movimientos. Le entrego mi bolso, que se lleve todo lo que quiera. La carcajada, desproporcionada, hace que tema lo peor.  Pero no.
Se sienta a mi lado sin soltar la pistola y comienza a explicarse. Era la primera vez que pasaba la Nochevieja en la Puerta del Sol. Estaba emocionada. Desde pequeña, le fascinaba el ritual de saludar al nuevo año comiendo las uvas. De hecho, no era una cuestión banal.  Me pregunta si recuerdo las campanadas del noventa y cuatro. No me atrevo a contradecirla. Son cuestiones importantes, me dice. Habían sido un auténtico desastre. Aquella metedura de pata arruinó la carrera de una presentadora. El que la hace, la paga, sentenció.
Asiento, buscando su complicidad. La verdad es que no recordaba nada de las campanadas del noventa y cuatro. Me esfuerzo por enfatizar, le digo que sí, que es importante el ritual del año nuevo y cómo no, las doce uvas. A mí también me fastidia que se obvien las cuestiones importantes, miento.
Espero así librarme de ella o apaciguarla, de manera que baje la guardia y pueda escapar. Casi lo consigo. De hecho, me sonríe. Pero veo el brillo desleal de su mirada, el gesto, la mano extendida con las doce uvas que había tirado delante de ella. Me vengo abajo.
Mansa como la vaca camino del matadero, comienzo a tragar una a una las uvas antes de que, como presiento, apriete el gatillo.

Sucedió hace un mes :))

lunes, 7 de enero de 2019

Sospecha

Recuerdo que Sabina era la única que practicaba la pesca. Lo cierto es que era única en muchas cosas: la única que trabajaba por las tardes, que tenía coche y por tanto, la única con la que podíamos viajar libremente. A Sabina le encantaba bajar a la playa y derrapar por la orilla con su Dyane seis. 
Un día de esos, se le acercó el misterioso hombre de los prismáticos. Ocupaba un caserón de veraneo desde hacía poco y fisgoneaba apostado en el torreón de la vivienda. No nos gustaba. Sin embargo, Sabina estaba pletórica; la había invitado a un café y habían estado charlando largo tiempo. En contra de nuestra opinión, era un hombre muy agradable. Y le entusiasmaba la pesca. No ocultamos nuestra envidia cuando dijo que la casa, tal y como intuíamos, ofrecía las mejores vistas de los acantilados. Le rogamos que nos dejara acompañarla la próxima vez que volviese, pero mientras se acariciaba la nuca -en un gesto que ahora reconozco de coquetería- hizo oídos sordos. Pasaban los días y Sabina se mostraba cada vez más esquiva. Apenas sacaba su coche y si lo hacía, lo conducía aquel hombre. Bajaba a pescar, pero solo con él. Comenzó a portarse de manera extraña: nos evitaba, no contestaba a nuestras llamadas. Fue doloroso, especialmente para mí. Creía que ella era mi mejor amiga. Pero la suficiencia con la que ahora miraba, me molestaba. Nos fuimos distanciando. Hasta la tarde del accidente. Sabina llamó diciendo que quería hablar conmigo, muerta de miedo. Quedamos en la cafetería de siempre. Estuve esperando casi una hora. No apareció. No llegamos a vernos más: su coche había derrapado y cayó a los acantilados. 
El dia del funeral, entre sollozos y palabras de consuelo, la mirada oblicua del hombre de los prismáticos, me atravesó como un escalofrío.