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lunes, 1 de junio de 2015

Cuatro Estampas

 El despertador  ha sonado a las siete y media. Ya se oye la vuelta de llaves de la asistenta, dispuesta a prepararle un café largo con tostadas. A las ocho y media,  baja al taller mecánico que le quedó en herencia. Revisa las cuentas y despacha clientes hasta las tres. Una breve paradita con el nuevo socio para tomar el almuerzo, vuelta al trabajo hasta las ocho. Y luego, sube a casa, con ansia.

 En el almuerzo, una imperceptible mota de grasa afeó el puño de la camisa. La deposita en el cesto de la ropa sucia para que Berta, la asistenta,  lo lave.

 Busca una ropa cómoda, se sienta a la mesa mordisqueando sin ganas el sandwich de jamón y queso que le han dejado para cenar. Entre bocado y bocado, juguetea con el dial de  la vieja radio, sorteando los canales hasta encontrar una emisora musical.
 Cuando termina, recoge las migas, va a la sala de estar y  abre una carpeta verde con cuatro estampas que Berta le ha dejado en una mesita junto al sofá.
Son fotografías a color, diminutas, que guarda como un secreto. Cada una aprisionada en un cartón de anillas y protegidas por una película transparente. Abre un cajón de la mesita, saca una lupa que proyecta hacia las estampas y ahí están los cuatro:

 Tío Marcelo, en jarras; con la barriga al frente, que le pegaba aquellos tirones de orejas en cuanto entraba por el taller.

 Mamá, dura como el pan de pobres, arrodillada frente al mármol de la hija muerta, la que siempre fue honesta y cabal, porque no pudo ser.

 Comienzan los sudores y la boca seca. Prepara un whisky. Los hielos tintinean contra el cristal cuando posa el vaso en la mesita y continua con las estampas.

 Francisco, el socio de antes, con las gafas sobre la  cabeza y el  seso concentrado en las cuentas. Sus cuentas.

 Dirige la lupa a su favorita y como por encantamiento, aparece Malva, con la sonrisa de enamorada de otro que no era él; los brazos sobre el alféizar, los hombros adelantados, como si fuera a decirle:

-¡Qué sí, tonto, que me lío contigo!

 Y con la nebulosa del recuerdo en la cabeza, se le dibuja una sonrisa de banana, como si el tiempo ido -que agotó toda esperanza- le diese tregua para no tener que echar el ojo ni a Marcelo, ni a Francis, que se mueren por contar.

 Ni soportar la asfixia de los reproches de mamá o los sarcasmos de Malva:

- Que tú eres hombre, bueno.

Pero como la ensoñación dura lo que el sol en días nublados, cierra de un manotazo la carpeta y con toda su fuerza, aplasta las hojas de estampas hasta el crujir de huesos y el brotar de la sangre.

 Entonces ya está listo para cruzar la tiniebla del pasillo, irse a la cama y a esperar  a que se esfumen la sangre y los huesos.

 Que sigan así, pálidos e inertes.