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jueves, 24 de julio de 2014

Alambique



Yo languidecía en la tumbona junto a la piscina. Cuando terminó sus largos, ella se me acercó. Con la parsimonia de un felino tras el almuerzo, lamí las gotas de agua que le resbalaban por la frente. Por la nariz. Me incliné para besarla y llegó aquel impulso ancestral, esa lengua que despertaba de un letargo añoso. Ella se abandonó a la fuerza que la absorbía.  Se ahogó en la bolsa de mi estómago aquella inagotable energía que destilé con avidez. 
 Vi el placer mudar de rostro. Después, el desmayo y  unos ojos opacos.
 Ahora sus gestos son toscos, la invade un extraño pudor de despojada. Cuando nada, lo hace con la exactitud de un autómata, sin gracia. No hablamos de ello, pero a veces, cuando cree que estoy distraído y me examina suspicaz - quizás mascando la idea  de abandonarme, de abandonarse-  temo que vea en mi rostro ese alma tan familiar, ese robo flagrante, que es ahora tónico y escalofrío de mis vísceras recónditas.




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